Encabezamiento Vicente Romero
Separador SeparadorSeparador Separador Separador librosSeparador ConferenciasSeparador Cine mudoSeparador Biografía y álbum fotográficoSeparador Enlaces de interésSeparador

LIBROS DE REPORTAJE


MISIONEROS EN EL INFIERNO (1998, Editorial Planeta).

Fragmento 2 de 7: CAPÍTULO 2º.



Una frontera en llamas.

Acordada la cita con el Frente Patriótico en tierras ruandesas, fuimos a recabar información en la sede de Médicos Sin Fronteras de Bélgica, que atendían a los refugiados en el norte de Burundi y recibían constantes comunicaciones por radio sobre los acontecimientos en la zona. Gracias a ellos supimos que en la región que debíamos atravesar se había recogido más de un centenar de cadáveres durante las dos últimas jornadas. En los alrededores de Kayonza y Ngozi, y a lo largo de medio centenar de kilómetros por la carretera de Muyinga y Kirundo, se habían producido graves enfrentamientos con quema de gran cantidad de viviendas, seguidos de una sangrienta operación militar de castigo. 'En el último mes han llegado allí más de 26.000 tutsis de Ruanda' --nos explicaron-- 'los hutus burundeses reaccionaron como si se tratase de una invasión de la etnia enemiga, impidiéndoles entrar; pero los fugitivos consiguieron romper las barreras y pasaron en oleadas, arrastrando a muchos heridos y enfermos. Se crearon rápidamente campos de acogida, improvisamos hospitales de campaña y nos enfrentamos a un conato epidémico de disentería bacilar... Pero la tensión ha subido al máximo y estos días los choques son tremendos, especialmente a partir del atardecer.'

Pese a lo espinoso de la situación, las ONG mantenían abiertos sus centros de ayuda en Burundi. Desgraciadamente no ocurría lo mismo en Ruanda. Christine Ferrer, una doctora belga con los ojos cargados de tristeza, nos expuso su dramática experiencia:

-- "En Butare no podíamos salir del hospital, ni siquiera teníamos acceso a los desplazados. Estábamos enclaustrados, pendientes sólo de los heridos que nos traían. Hasta que una mañana vinieron las milicias y se llevaron a un centenar de heridos convalecientes para acabar con ellos. Entonces decidimos que en esas condiciones nuestros esfuerzos no valían la pena. ¿Qué sentido tiene operar a un herido y recuperarlo, si después lo sacan de la cama y lo rematan? Así que cerramos el hospital y nos retiramos de Butare."

Al siguiente amanecer emprendimos viaje a bordo de un Nissan Patrol que nos alquiló uno de los últimos residentes europeos en Bujumbura: un empresario hispano-mexicano al que conocimos en La Taberna Española, un restaurante cuyos dueños también tenían hechas las maletas y comprados los billetes de vuelta a Madrid. Deportista y bon vivant, aquel arriesgado hombre de negocios atrasó la repatriación todo lo posible hasta que una tarde fue ametrallado junto a su familia dentro del coche, poco después de que se lo devolviéramos, en las afueras de Bujumbura.

Cubrimos la primera parte del trayecto hacia la frontera sin problemas. Apenas había tráfico y los militares sólo nos detuvieron en un par de barreras. Pero al aproximarnos a Kayonza el paisaje cambió bruscamente. El ejército burundés había tomado posiciones en todos los cruces de caminos y lugares elevados; nadie cuidaba los cultivos, las casas de los campesinos estaban cerradas a cal y canto y no circulaba vehículo alguno que no fuese castrense. En las cercanías del último núcleo urbano importante de Burundi eran visibles los vestigios de una reciente batalla campal: todavía humeaban las casuchas de adobe quemadas pocas horas antes, y decenas de troncos de árboles y toneles empleados para cortar la carretera se amontonaban desordenadamente en los arcenes. Cruzamos el pueblo, sin que los soldados que lo ocupaban nos permitiesen pararnos a filmar. Las pocas personas que andaban por sus calles nos miraban con hostilidad de animales heridos y asustados.

Nos detuvimos un poco más adelante, en un enorme campo del ACNUR que ocupaba una colina al borde de la ruta. Allí un funcionario peruano, cuya tarjeta perdí entre cien papeles, se esforzó en detallarnos el laberinto administrativo en que se debatía: 'En éste área hay cuatro tipos de refugiados: los ruandeses, que son hutus o tutsis según las zonas de que provengan y los periodos en que llegaran; los hutus burundeses retornados, que huyeron a Ruanda y ahora vuelven ante el avance de los tutsis del FPR; los tutsis burundeses desplazados dentro de su propio país por las luchas tribales; y los campesinos siniestrados que han perdido sus viviendas y se sienten muy inseguros. Además, soportamos un constante flujo de grupos de fugitivos a través de la frontera, en ambas direcciones.' Gentes con los mismos problemas pero con intereses opuestos, aunque a veces fueran de la misma etnia; enemigos mortales a los que era preciso organizar sin mezclarlos, ya que la mera proximidad de unos y otros garantizaba disturbios. Un admirable trabajo de locos.

Tomamos la estrecha carretera de Muyinga, que al principio discurre en paralelo a los límites burundeses. Ngozi presentaba el mismo aspecto desolado de Kayonza: la región entera estaba en llamas. Al cabo de un centenar de kilómetros, nos desviamos hacia el norte por una pista de tierra que habría de conducirnos a Ruanda entre los lagos Cyohoha y Rueru. Sin puestos fronterizos, nos internamos en los dominios del FPR circulando lentamente, hasta que una patrulla nos detuvo en el lugar que habíamos convenido. Pero el comandante que debía salir a nuestro encuentro faltó a la cita. Y quedamos inmovilizados bajo vigilancia, aguardando a un oficial de información que anunció por radio su llegada para hacerse cargo de nosotros.

Transcurrieron varias horas sin que nadie apareciese. Tan solo pasaron algunos viejos camiones abarrotados de combatientes desarrapados. Sor María Luisa Arriaga empezó a impacientarse. Temía que, después de haber llegado hasta allí, no la dejaran entrar en Ruanda.

-- "¡Es tan importante que lo consiga!" --repetía-- "según las noticias que nos han llegado, los altos han respetado las vidas de las tres religiosas y las siete aspirantes nativas de nuestra misión, que atienden como buenamente pueden el hospital de Gahini donde, además de los enfermos y los heridos, hay ciento sesenta huérfanos. Por eso necesitan los fondos que les llevo. Y yo debo hacer una valoración de cómo están."

La monja evitaba emplear los términos hutus y tutsis. Todos los misioneros preferían identificarlos como bajos y altos, describiendo con una sola palabra la principal diferencia fisiológica de ambos grupos étnicos. De ese modo evitaban que quienes pudieran escucharles sin entender el castellano supieran de qué se hablaba.

Para entretenernos durante aquella prolongada espera, Luisa narró algunas cosas de su vida misionera: al cabo de cinco años de estancia en Ruanda se había convertido en makéchuli y era la mamella de Rukara, es decir la madre sabia, venerada por las gentes sencillas de las comunas cercanas; por eso, las mujeres de la maternidad siempre aceptaban sus criterios y confiaban plenamente en ella. Pero cada vez que terminaba una historia, Luisa volvía obsesivamente a su preocupación principal: 'Si me echan atrás y vosotros podéis seguir, os daré las cartas y el dinero...'

-- "Pero Luisa, ¿tú rezas pidiendo que Dios nos eche una mano?", la provoqué.

-- "Sí, sí. No he parado de rezar desde que salimos", respondió.

-- "Pues calla y sigue rezando, porque se ve que aún no es bastante."

Caía la tarde. Sonaron algunos disparos en la lejanía. Y se cruzaron en mi cabeza un mal presentimiento y una sensación de prisa. Entonces decidí retroceder. A toda velocidad, desanduvimos una treintena de kilómetros hasta un albergue religioso burundés que Luisa conocía. Conseguimos habitaciones donde dormir, pero casi nada para cenar; en el bar sólo disponían de cervezas y... ¡carísimas latas de queso camembert importadas de Dinamarca! Por la mañana comprobamos que mi viejo olfato para el peligro seguía fino: la noche había transcurrido entre intensos tiroteos y akelarres de violencia tribal. De vuelta hacia la frontera vimos cómo los aldeanos recogían sus muertos y trataban de rescatar algo útil entre las ruinas calcinadas de sus viviendas.

El oficial de información no tardó demasiado. Sus órdenes estaban muy claras: prohibido casi todo. Prohibido fotografiar combates, heridos, soldados, instalaciones militares, armamento... ¿Para qué toleraban entonces la presencia de un equipo de televisión? Acaso para demostrar el territorio que controlaban, pero sin que ello se tradujera en imágenes adversas, o que delatasen la clase y origen de su maquinaria bélica o la presencia de algunas fuerzas de sus aliados de Uganda y Burundi. La habilidad de Pablo Balsa para rodar a escondidas, con la cámara a la altura de la cintura o cogiéndola como si fuera una maleta, nos serviría para sortear tan implacable censura y robar las imágenes imprescindibles para nuestro reportaje.

Además, habría que consultar a la jefatura del FPR cada uno de nuestros movimientos. Así que nos encaminamos a Nyanza, donde se encontraba provisionalmente el alto mando que debía aprobar nuestra hoja de ruta. Sobre el mapa, calculamos el recorrido en unos ochenta kilómetros que en realidad serían muchos más, ya que utilizaríamos sendas que subían y bajaban innumerables colinas. Iríamos hacia el oeste, o sea en la dirección opuesta a nuestro objetivo dado que Rukara se hallaba en los confines del este ruandés. Pero no había discusión posible. La excursión resultaba muy interesante desde un punto de vista periodístico, ya que nos permitiría llegar hasta la línea del frente y comprobar que las tropas tutsis habían cortado la estratégica carretera de Butare a Kigali, en una ofensiva decisiva para aislar la capital. Y tampoco podíamos admitir que nuestro principal propósito era llevar a Luisa hasta su misión.

Miles de fugitivos ocupaban las faldas de los montes entre Ruhuha y Ngenda. Familias enteras que habían caminado durante muchas jornadas huyendo hacia Burundi, hasta que el lago Cyohoha, enclavado en un cañón, les había cortado el paso. El FPR los había asentado provisionalmente allí 'para que no vagaran por un terreno de lucha.' Aquellas pobres gentes aguardaban que un milagro cambiara su destino. Porque nadie les ayudaba. Lo guerrilleros decían tener cuestiones más urgentes de las que ocuparse, y las organizaciones humanitarias no podían llegar hasta ellos. Conscientes de su absoluto desamparo, intentaban valerse por sí mismos. Se disputaban los frutos silvestres y excavaban en busca de pequeños tubérculos o raíces comestibles; recogían leña o quebraban los árboles con sus propias manos, ya que carecían de herramientas; y, cargados como mulos, transportaban ramajes y hojarasca para la techumbre de cabañas improvisadas donde guarecerse. Junto a ellas, centenares de hogueras calentaban ollas comunes, con casi nada dentro.

En un lugar donde el dinero no valía para nada, algunos nos pidieron víveres o cerillas como limosna. Luisa nos sirvió de intérprete y un hombre nos invitó a su choza para ver a la niña que había venido al mundo la noche anterior. Igual que en España se acostumbra poner a los críos el nombre del santo de la fecha, aquel matrimonio había llamado a su hija del modo más apropiado para reflejar las circunstancias de su alumbramiento: Muka Ntambara, que significa guerra. La madre, muy joven, nos contó que acababa de casarse, pero había tenido que abandonar su nuevo hogar para escapar con su marido. La fatalidad hizo que la criatura se presentara en el peor momento. Una historia conmovedora. Pero solo una más, porque en las casuchas de alrededor había muchos otros niños como Guerra, con la misma mala suerte.

El río Akanyauru detuvo nuestra marcha. En su retirada las fuerzas hutus habían dinamitado todos los puentes de la región y la guerrilla tutsi no había terminado los trabajos de reparación, a base de amontonar rocas como base donde apoyar troncos y tablones de forma irregular. Sobre ellos vadeaba las aguas una interminable fila de conscriptos. Filmarlos suponía desobedecer a nuestro oficial de información y nos costó una larga discusión. Pero aquella estampa era irrenunciable: centenares de hombres se dirigían al frente, movilizados por levas forzosas en comunas y campos de refugiados fuera del alcance del ACNUR. Reclutas de un ejército de pobres que avanzaban con paso incierto y miedo en los ojos, descalzos, con alpargatas de plástico o botas de agua, y tan mal equipados que parecían grotescamente disfrazados de soldados más que uniformados. Pero los generales exigían tropas de refresco para librar una guerra cruel como pocas, en la que no se hacían prisioneros ni se enterraba a los muertos, ni tampoco importaba el número de caídos. A sus órdenes, cientos de desdichados que habían logrado sobrevivir a la hecatombe tendrían que enfrentarse de nuevo a la muerte, empuñando un armamento tan escaso como irregular.

No quedaba más remedio que atravesar aquel rudimentario viaducto. Primero cruzamos a pié Pablo Balsa y yo, para aligerar el peso del Patrol y filmar la operación. Conduciría Carlos López y la idea era que se viera a Luisa sentada a su lado, mirando por la ventanilla. Carlos le había pedido que se asomara y le dijera si las ruedas se mantenían en el centro de los estrechos maderos. Pero la monja solo hizo bien la mitad del encargo: asomarse. Porque Carlos le preguntó varias veces que tal iban y ella no acertó a responder otra cosa que '¡Ay, virgen santa!'. Así que el atribulado chófer tuvo que sacar la cabeza y gritar '¡Vicente, dime tú si voy bien!'.

Reímos comentándolo, hasta que una docena de kilómetros más adelante topamos con otro obstáculo similar. Tuvimos que esperar un buen rato hasta que concluyeran las obras de lo que Pablo denominaba artesanía popular, para improvisar con piedras y palos otro frágil puente sobre el estrecho curso del río Budubi. Y cuando estuvo listo, el Nissan se negó a arrancar. Ya había avisado con pequeños tirones de que le fallaba el filtro de gasóleo, pero no teníamos las herramientas ni los conocimientos precisos para desmontarlo. Entonces acudió a auxiliarnos mi ángel de la guarda, encarnado en un italiano enviado por su consulado con una camioneta de alimentos para un orfanato en Nyanza y que resultó ser un excelente mecánico. 'Ah, pero tú crees en el ángel de la guarda aunque no creas en Dios...', me pinchó Luisa. Le seguí la broma: 'es que mi ángel de la guarda aparece cuando lo necesito, como ahora'. Y me contestó, muy seria, 'bueno, por algo se empieza".

 
<< PÁGINA ANTERIOR
Fragmento 2 de 7

PÁGINA SIGUIENTE >>

 


 
Páginas optimizadas para una resolución de pantalla de 800x600 píxeles


Última actualización:
13-Mar-2005
© 2004-2005 Quedan reservados todos los derechos
Programación y Diseño: ® LIA+