MISIONEROS EN EL INFIERNO
(1998, Editorial
Planeta).
Fragmento
3 de 7: CAPÍTULO 2º.
Los niños del horror.
A primera hora de la tarde alcanzamos la carretera
general que todavía era objeto de disputa bélica,
la ruta del sur que va desde la frontera con
Burundi hasta Kigali. Con una fuerte escolta y a gran
velocidad, la seguimos durante media docena de kilómetros,
hasta desviarnos por otra pista secundaria. Con todas
las casas abiertas de par en par, las calles desiertas
de Nyanza ofrecían huellas de un saqueo apurado
al máximo. Las medicinas escaseaban y el pillaje
había arrasado la farmacia del pueblo. Junto
a los restos de una gasolinera, el cartel turístico
que indicaba la dirección del Centro Nacional
de Ballet estaba acribillado, como si hubiera servido
de diana en un ejercicio de puntería. Los únicos
vehículos que nos cruzamos fueron un todo
terreno con bandera de la Cruz Roja y dos destartalados
transportes de tropas.
En seguida nos dirigimos al orfanato de unos misioneros
italianos y belgas, cuya dramática historia
había causado gran impacto en la opinión
pública europea. Un cartel de Ambasade d'Italie
/ Consulat au Rwanda, pintado a mano y clavado
en un palo, avisaba de que el local disfrutaba de
una protección política internacional.
Resultaba increíble que, en medio del tremendo
caos ruandés, aquel letrero y una bandera italiana
hubieran garantizado eficazmente la seguridad del
recinto. Coincidimos en su puerta con una patrulla
del FPR, que bajaban de un Toyota rojo a cinco
niños. Luisa nos tradujo que los habían
recogido en un bosque donde se habían escondido,
aterrados y hambrientos. Dos eran hermanos; con siete
años, el mayor cuidaba del otro, que tenía
solo tres. Una cría de ocho llevaba el brazo
en cabestrillo, con un enorme tajo a penas cubierto
por las vendas. Para ellos, la vida volvería
a comenzar en el patio del hospicio. Pero aún
quedaban otros muchos vagando en tierras asoladas
por la guerra. Casi dos meses después de la
Operación Insecticida, aún surgían
víctimas y supervivientes. Y los militares
continuaban dejando criaturas en el hospicio. Eran
los más afortunados, porque otras veces los
arrastraban hasta sus cuarteles y los convertían
en soldados. Se calculaba que cuatro mil niños,
entre los diez y los dieciséis años,
habían sido reclutados por los ejércitos
de Ruanda.
Salió a recibirnos un italiano grueso, de barba
canosa y rubia, con un profundo cansancio en los ojos.
Al saludarle, alguien le llamó padre
y se apresuró a aclarar que era misionero
pero seglar, resumiendo su peripecia en unas pocas
frases: un médico de 53 años llamado
Gian Luigi Mussi, que se había conmovido ante
los acontecimientos la tragedia de los grandes
lagos y un buen día se presentó
en Nyanza, poco antes del genocidio, dispuesto a colaborar
con los curas Rogacionistas y las Hermanas de la Caridad.
Vivía en el orfanato, cuidando a sus internos;
y había logrado reabrir un hospital cercano.
-- "Las condiciones sanitarias de los huérfanos
son buenas pese a las graves carencias que padecemos"
--aseguraba-- "se mantienen limpios aunque no
haya agua corriente, porque vamos a buscarla a una
fuente con la camioneta y tanques de plástico."
La misión daba la impresión de estar
saturada de inquilinos, pese a disponer de
tres naves y bastante espacio como jardín.
En él jugaban centenares de niños, agrupados
por edades de forma natural. Los más pequeños
se echaron a llorar, asustados por nuestra llegada.
Pero llamaba la atención que no hubiera risas
ni alboroto. Parecían todos atemorizados, insólitamente
serios y silenciosos. Algunos permanecían muy
quietos, como abstraídos, casi ausentes. Tal
vez aún estuvieran asimilando las duras experiencias
que habían roto sus infancias a cuchilladas.
Eran criaturas quebradas por el dolor y el miedo,
que aprendían a refugiarse los unos en los
otros, frente a la incertidumbre de su futuro. Pequeños
sobrevivientes, sin familiares que enjugaran sus lágrimas
o ahuyentaran sus angustias con el calor de un abrazo.
A los huérfanos recogidos en Nyanza se habían
sumado los de otro hospicio cercano, llegados hacía
sólo una semana tras vivir una aventura que
superaba la imaginación de los más osados
guionistas de Hollywood. Todavía emocionado,
el sacerdote belga Pierre Simons la narró ante
nuestra cámara:
-- "Yo residía a veinte kilómetros
de aquí, en el orfanato de Ntyazo, donde teníamos
ochenta niños de las dos etnias, aunque con
mayoría de hutus. Pero durante el mes de abril
nos llegó otro centenar de huérfanos
tutsis, a causa de la oleada de violencia que siguió
al atentado contra el presidente. Y empezamos a tener
serios problemas con los interahamwe, que nos
calificaban de enemigos del pueblo, acusándonos
con razón de recoger a muchas criaturas cuyos
padres habían sido ejecutados y que debían
haber muerto junto a ellos. Así que recibimos
serias amenazas, por tener la casa llena de tutsis,
de pequeños considerados también como
enemigos del pueblo, etiqueta que equivalía
a una condena a muerte. Después, la guerra
llegó hasta Ntyazo y nuestra aldea quedó
en medio; de un lado tiraban los soldados de las FAR
y del otro los del FPR, que combatieron durante varias
jornadas en torno nuestro. Entonces, los escuadrones
de la muerte hutus nos visitaron, pretendiendo identificar
y sacar algunos niños. Pero alguien informó
de nuestra situación al FPR. Y el lunes de
la semana pasada un grupo de guerrilleros vino a buscarnos.
Llamaron a la puerta a media noche, les abrimos muy
asustados, y nos ordenaron que nos preparásemos
para seguirlos inmediatamente hasta un sitio más
seguro. En muy pocos minutos recogimos lo más
esencial y despertamos a todos los niños. Les
dijimos que no tuvieran miedo, que aquellos soldados
iban a salvarnos, pero que tenían que mantenerse
tranquilos y callados. Era como pedir un milagro,
porque más de sesenta huérfanos tenían
menos de seis años y a esas edades no cabe
razonar con ellos, ni que obedezcan ciegamente, ni
mucho menos que actúen de forma coordinada.
Sin embargo hicimos que caminaran en plena noche,
ocultándose entre la maleza para atravesar
las líneas del frente, durante cinco kilómetros
eternos. Y se produjo el milagro. Porque ni un sólo
niño lloró, ni alborotó, ni se
alejó del grupo. Sobre las tres de la mañana,
llegamos a un cuartel del FPR donde nos prepararon
sitio para dormir y nos dieron algo de comer. Permanecimos
allí tres días, hasta que consiguieron
los vehículos necesarios para traernos a Nyanza."
Pero el peligro todavía no había sido
conjurado. Como fondo de nuestra charla se escuchaba
un ruido sordo de cañones lejanos y el tableteo
más próximo de fusiles automáticos.
La guerra continuaba amenazando a los setecientos
huérfanos y la veintena de adultos que reunidos
en el hospicio de Nyanza. Su director, un misionero
italiano cuyo nombre lamento haber olvidado, nos ofreció
el relato de otro episodio extraordinario:
-- "Nos hemos salvado varias veces de morir.
Desde las matanzas tribales, este centro ha estado
siempre en el punto de mira de los interahamwe,
porque acogíamos a muchos niños tutsis.
Y una tarde recibimos la información de que
preparaban un asalto. Esperábamos el ataque
en cualquier momento. Pero teníamos la esperanza
de que la batalla por Nyanza, que acababa de comenzar,
les impidiera ocuparse de nosotros. Habíamos
discutido con el cónsul italiano si era mejor
atrincherarnos o intentar una evacuación llena
de riesgos, ya que no teníamos escolta alguna.
Conseguimos todos los permisos gubernamentales para
viajar, pero no nos atrevíamos a salir sin
protección. Una tarde las bombas cayeron muy
cerca de aquí. Y por la noche, los milicianos
hutus vinieron a exigirnos dinero a cambio de no matarnos.
Les dimos todo lo que teníamos, incluso hicieron
un registro y robaron cuanto quisieron. Más
tarde, volvieron y empezaron a disparar dentro de
la oficina, hasta que les dimos las llaves de los
coches y se los llevaron. Los críos estaban
muy angustiados. Pero poco después llegaron
los soldados del FPR, que se habían hecho con
el dominio de la zona, y algunos reconocieron entre
ellos a familiares o amigos. Así pasamos del
pánico a una relativa tranquilidad. Esos tiroteos
que se oyen a un par de kilómetros ya no nos
impresionan, después de una batalla campal
que dejó más de trescientos cuarenta
cadáveres sobre nuestra colina."
Recorrimos los pabellones hospitalarios del asilo
infantil, en busca de un niño bajo vigilancia
médica cuyo caso quería destacar el
padre Simons. 'Cada una de estas criaturas ha sufrido
una enorme tragedia' --afirmaba mientras caminábamos--
'en muchos casos es imposible comprobar si son
huérfanos o si se extraviaron, incapaces de
seguir el paso de sus mayores durante una huida desordenada.
Pero todos han vivido experiencias atroces.' De
pronto vimos al chaval que el misionero belga deseaba
presentarnos. Robusto y guapo, el pequeño Berwa
apenas hablaba y parecía haberse olvidado de
jugar. A sus cinco años, ya conocía
todo el mal que puede haber en el mundo. El cura tomó
sus manos, abrazándolo mientras nos contaba
su historia:
-- "A finales de abril llegó aquí,
diciendo que habían matado a su mamá.
Nos explicó que había oído que
nosotros ayudábamos a los niños que
no tenían padres, y que por eso había
venido. Cuando le interrogamos para ver si era verdad,
nos dijo 'venid conmigo a donde está muerta
mi mamá'. Nos condujo a su casa y descubrimos
el cadáver de la madre cerca de la puerta,
de donde naturalmente lo retiramos. No mencionó
a su padre, lo que nos hizo suponer que se trataba
del hijo de una soltera. Así que se quedó
con nosotros y tratamos de integrarlo junto a los
demás huérfanos. Pero sus primeras noches
resultaron penosas. Porque se ponía a llorar
y a gritar, dormido. Y repetía muchas veces
'no me toquen, no me toquen'. Sin duda, revivía
en sueños las atrocidades que había
presenciado, incluido el asesinato de su madre. Lo
bueno con niños tan pequeños es que
cuando se sienten a salvo, recuperan una cierta serenidad
y vuelven a sonreír y a jugar. Este todavía
no se relaciona con los demás, pero no tardará
en hacerlo. Lo malo es que no sabemos qué habrá
quedado en su subconsciente y cómo se manifestará
cuando crezca. Ese es un tema importante para el futuro
de toda una generación."
|