MISIONEROS EN EL INFIERNO
(1998, Editorial
Planeta).
Fragmento 1 de 7: CAPÍTULO 2º.
Regreso a la misión, (mayo de 1994).
A mediados de mayo de 1994, cuando vio en un Telediario
las imágenes de la iglesia de Rukara llena
de cadáveres, sor María Luisa Arriaga
empezó a telefonear a Informe Semanal
desde su convento en Barcelona, rogando que la ayudásemos
a volver a su misión, de la que había
sido arrancada por los cascos azules durante
la masiva evacuación de Ruanda. Primero me
pidió que la aconsejara cómo intentar
el retorno. Pero ningún religioso español
había sido todavía autorizado a entrar
en las áreas en poder del FPR. Muy pocas entre
las principales ONG habían logrado poner en
marcha operaciones puntuales de emergencia humanitaria
a través de las fronteras controladas por la
milicia tutsi; incluso la Cruz Roja se movía
con enormes dificultades y el ACNUR tampoco llegaba
a las regiones donde los problemas eran más
agudos. Pese a todo, la monja insistía: 'si
ustedes lo han conseguido una vez, podrían
hacerlo otra; y yo quiero acompañarles.'
Deseaba ofrecer una ayuda material urgente y unas
palabras de aliento a las tres hermanas y las siete
aspirantes nativas de sus orden que habían
quedado en Africa. Pero para nosotros carecía
de interés regresar a unos escenarios donde
habíamos filmado hacía muy poco tiempo.
Así que le di el teléfono particular
del secretario general del FPR, Theogene Rudasingwa,
cuyo permiso nos había valido para recorrer
el norte de Ruanda. Pocos días más tarde,
la porfiada corazonista volvió a llamarme:
'me ha dicho el señor Rudasingwa que no
autoriza mi viaje como misionera, pero que si fuera
con un usted no me negarían un salvoconducto
como periodista...' Finalmente, a primeros de
junio, María Antonia Iglesias, directora de
los Servicios Informativos de TVE, acabó por
ceder a sus ruegos y me encargó que la llevase
hasta la devastada parroquia de Rukara.
Acordamos
que el equipo de enviados especiales de TVE se encontraría
con María Luisa Arriaga en el aeropuerto de
Bruselas, para a continuación volar juntos
hasta Burundi y penetrar en Ruanda por el sur. Yo
no sabía cómo identificarla ya que solo
habíamos hablado por teléfono, sin llegar
nunca a vernos. Además, ante la prohibición
de entrada de misioneros en los dominios de la guerrilla,
habíamos insistido en que evitara en el vestuario
todo lo que pudiera delatar su pertenencia a una orden
religiosa. 'Dígame cómo es Luisa,
descríbamela para que pueda reconocerla entre
los pasajeros', rogué a Sor Angela Baigorri,
superiora de las Hermanas Misioneras de los Sagrados
Corazones de Jesús y de María. 'Le
puedo decir que tiene cincuenta y tres años,
pero no hace falta darle más razones' --me
contestó-- 'en seguida sabrá quién
es, porque tiene cara de monja.' Empezaba así,
con buen humor, una aventura absurda y apasionante:
otro azaroso itinerario a través del infierno,
en las tierras azotadas por la guerra civil que siguió
a las matanzas tribales de Ruanda.
Burundi respiraba un clima prebélico. Sus propios
conflictos étnicos, muy semejantes a los de
la nación vecina, se manifestaban en constantes
estallidos de violencia. Los odios tribales reventaban
diariamente en forma de disturbios a lo largo y ancho
de la nación. En las zonas rurales los campesinos
hutus incendiaban las viviendas de sus enemigos ancestrales,
a ser posible con sus ocupantes dentro, provocando
la huida masiva de los tutsis. Y en las ciudades,
sobre todo en la periferia de la capital, los constantes
choques tribales causaban frecuentes disturbios durante
el día y hacían que por las noches se
oyeran intensos tiroteos. Todo ello servía
para que un ejército en manos tutsis justificara
sus sangrientas operaciones militares, más
parecidas a acciones de castigo que a actuaciones
en defensa del orden público.
En ese ambiente de alta tensión, los periodistas
utilizábamos Bujumbura como observatorio de
la crisis ruandesa, punto de emisión de nuestras
crónicas y base logística desde la que
realizar incursiones informativas en territorio de
los dos bandos que combatían al otro lado de
la frontera. También las ONG esperaban allí
que el país de las mil colinas evolucionara
hasta permitirles reemprender sus tareas humanitarias.
Y, como ellas, algunas órdenes religiosas aguardaban
la ocasión de retornar a las parroquias que
habían tenido que abandonar precipitadamente
dos meses antes, mientras los misioneros destinados
en Burundi vivían instantes muy difíciles
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