DONDE ANIDAN LOS ÁNGELES
(2004, Editorial
Destino).
Fragmento 3 de 5:
CAPÍTULO 1º
El hambre que nos alimenta
Es imposible hacer gradaciones en la pobreza. ¿Qué
diferencia a los pobres de los más pobres
y de los extremadamente pobres? Ya es difícil
establecer la línea donde comienza la pobreza,
calcular a partir de qué carencias se es pobre
y desde qué puntos mínimos se deja de
serlo. Si valorar la riqueza resulta complicado, contabilizar
lo que no hay, aquello de lo que no se dispone para
satisfacer las necesidades más elementales
del ser humano, es una tarea absurda. Los criterios
reguladores de pobreza y riqueza se condicionan
mutuamente. Y ambos conceptos son radicalmente diferentes
en distintos rincones del planeta. Porque con el contenido
del cubo de basura de una familia pobre norteamericana
podría alimentarse una familia pobre boliviana
o sobrevivir diez familias pobres sudanesas. Y quienes
son considerados ricos en Pakistán no alcanzan
el nivel de vida de la clase media en Alemania. Tal
vez sólo quepa definir la pobreza como hace
Jon Sobrino ‘en relación a algo sumamente
negativo: la ardua dificultad de dominar la vida en
lo más elemental de ella.’ Desde
ese punto de vista, la frontera extrema de la pobreza
estaría en la falta de agua y alimentos para
subsistir, o sea en el hambre.
En ese estadio, las personas se ven condenadas a una
absoluta impotencia y su inevitable pasividad se traduce
en una entrega total a la no-vida, a una agonía
prolongada que conduce a la extinción. Es una
situación crónica, admitida como límite
de lo éticamente y --sobre todo-- estéticamente
tolerable por los poderosos, que administran
una economía globalizada. Naciones enteras
se encuentran ancladas en esa última frontera,
con cientos de millones de sus habitantes en condiciones
infrahumanas, manteniendo un frágil equilibrio
en el filo del cuchillo que separa la supervivencia
indigna y la extinción. Sólo cuando
algún factor exógeno --generalmente
una alteración en el clima o una guerra-- precipita
la crisis, haciendo que la muerte se extienda de forma
masiva y que el lento goteo de muertes se acelere
hasta desbordar las cifras consideradas como aceptables,
se produce el escándalo mediático internacional.
Entonces reaccionan las grandes agencias humanitarias,
que acuden a ofrecer una ayuda de urgencia para recuperar
la precaria situación anterior, sin plantearse
jamás formas de impulsar posibles soluciones
definitivas para las causas de fondo del hambre.
No
cabe considerar como demagogia la afirmación
de que la administración del hambre ajena nos
da de comer. Al menos parece indiscutible que la gestión
internacional de los problemas de la alimentación
mundial contribuye a incrementar la dieta excesiva
de los países enriquecidos. ‘Si no
se acaba con la pobreza es porque no interesa --afirma
Ángel Olaran-- El hambre es un genocidio programado,
tolerado. Hay que llamar a las cosas por su nombre.
Y si las palabras han llegado a perder sentido, habrá
que inventar un idioma nuevo.’
Padre Blanco destinado en Wukro (provincia de Tigray,
norte de Etiopía), Olaran sabe lo que se dice.
Lleva dos décadas librando un combate desigual
contra los males derivados de la pobreza en una de
las regiones más olvidadas de uno de los países
más castigados de África. Sus opiniones
son radicales, pero brotan con palabras sencillas
desde una actitud de serenidad. Físicamente
consumido por una actividad incesante, piel cansada
sobre huesos, su discurso está empapado de
indignación aunque evite perder tiempo en articularlo
sobre planteamientos teóricos. Su teología
está en la acción y se anuncia por medio
de hechos, sin grandes postulados, aunque de su actuación
se infieran posiciones de gran lucidez, asimilables
a determinadas corrientes de pensamiento crítico
en el cristianismo. Porque habla de la Iglesia como
lo que no es: una voluntad de servicio a los pobres,
a los desamparados, relegando las cuestiones de la
liturgia --‘aunque formen parte de la cultura
católica’-- a un distante segundo
plano. Y explica, como Jon Sobrino, que ‘en
los pobres está la verdad humana.’
Bromea asegurando que ‘cuando Dios hizo
el mundo, algo le salió mal; un amigo mío
dice que no puede morirse, porque Dios no está
preparado para escuchar las críticas que tendría
que hacerle...’ Pero opta por aplazar debates
mayores, argumentando que prefiere dedicarse a trabajar
en la solución práctica de algunos de
los graves problemas que lo rodean.
Una mañana Ángel nos llevó a
filmar el comedor infantil donde veintitantas mujeres,
sentadas en el suelo con bebés famélicos
en brazos, aguardaban a que alguien les llenara las
escudillas con un engrudo nutritivo . Agachado entre
los hambrientos, el misionero acariciaba a los críos
mientras hablaba con las madres, interesándose
por la evolución del frágil estado de
salud de cada familia.
-- Este niño se llama Ashenafid, lo que significa
‘el que ha vencido’--explicó--
pero supongo que éste nunca llegará
a vencer, porque se encuentra en situación
marasmática, por debajo del 60 por 100 del
peso que debería tener. Cuando los niños
llegan a esta situación, ya no comen. No tienen
fuerzas para reaccionar conforme a los instintos primarios.
Con los ojos muy abiertos pero sin expresión
en su rostro, el pequeño rechazaba la papilla
escupiendo las cucharaditas que su madre lograba meterle
en la boca. El veterano Padre Blanco lo tomó
en brazos y, haciendo una mueca de impotencia, reconoció
que aquel reparto cotidiano de alimentos básicos
‘nunca servirá para impedir que la
desnutrición afecte al desarrollo físico
y mental de los niños.’ Porque el
déficit de proteínas, que sufren desde
antes de nacer y durante sus primeras semanas, los
condena a quedar disminuidos para siempre. ‘Cuando
llegan aquí ya es demasiado tarde para que
puedan tener una vida normal, dentro de la miseria
que los rodea.’ Una miseria que impone
como obligación que los críos, antes
de salir del comedor, consuman la mayor parte de las
raciones distribuidas. Porque si las mujeres se las
llevaran a sus casas acabarían repartiéndolas
entre sus otros hijos, en detrimento de los más
pequeños, dado que instintivamente siempre
tratan de beneficiar a los que tienen más posibilidades
de salir adelante. Y en los pocos casos donde existe
un padre, éste se apoderará de ellas
para venderlas o cambiarlas por leña o ropa,
cuando no por tabaco o alcohol.
La misión de Saint Mary proporcionaba alimentos
a centenar y medio de niños tres veces al día.
Pero sólo en la pequeña ciudad de Wukro
y sus alrededores había más de 4.000
en situación crítica, mientras el 80
por 100 de la población infantil sufría
las consecuencias de una desnutrición severa.
Sin embargo ello no significaba que se hubiera declarado
la hambruna en Etiopía. Las alarmas habían
sonado a tiempo, antes de que el número de
muertos por inanición se disparase, y la ayuda
internacional logró mitigar la catástrofe.
El hambre no era más que una enfermedad
crónica y las cifras de sus víctimas
en la región permanecían dentro de los
límites de lo admisible.
-- Es una situación que se mantiene desde hace
años y años, aunque parece que el mundo
no lo sepa. A Etiopía se la conoce en el mundo
por la hambruna de 1985, que en el calendario local
equivale a nuestro 1992. Ahora se ha vuelto a hablar
de ella, por esta situación puntual de amenaza
de hambre. Pero lo que existe permanentemente es una
pobreza profunda, una miseria que ya está echando
raíces. La situación es tan grave que
esta pobre gente se alegraría de que volviera
a declararse una hambruna como aquella, porque saben
que atraería la atención internacional
y empezarían a recibir ayuda, alimentos. Algunos
escritores anónimos etíopes han llegado
a bendecir la hambruna, argumentando que gracias a
ella se pudo comer todos los días, porque el
trigo llegaba a paladas. Pero si no hay una tragedia
colectiva, el mundo se olvida de estas gentes, que
siguen sin comer o malcomen. Y de ese malcomer se
deriva lo que veis aquí: el hambre crónica
de nuestros niños.
Cuando las mujeres se retiraban, una cría de
cinco a seis años --la desnutrición
hace que los niños no aparenten la edad que
tienen y resulta muy difícil calcularla-- se
descuidó mirando a la cámara de Jesús
Mata, tropezó y dejó caer al suelo una
tartera de plástico, derramando la papilla
que llevaba. Alterada por la pérdida de aquel
tesoro, su madre comenzó a golpearla en la
cabeza. Los gritos resultaron insoportables para quienes
nos sentíamos culpables de haberla distraído,
así que la tomé en brazos y la conduje
nuevamente hasta el comedor con intención de
reponerle la ración que había tirado.
Pero ya no quedaba nada de aquel humilde preparado
alimenticio y solo pudimos encontrar un poco de leche
en polvo para que tuviera algo que llevarle a su madre.
Las cantidades distribuidas son las justas sin que
jamás sobre ni se pierda un solo gramo de harina.
-- Esto clama al cielo. Pero más que al cielo,
aunque también, clama a Occidente. Clama al
primer mundo, a los países más ricos.
Porque es incomprensible, es absurdo, es injusto y
pon los apelativos más duros que quieras, que
ese primer mundo esté exigiendo al mundo de
aquí, al mundo pobre de Africa, que le pague
las deudas de un capital que ya han sido pagadas sobradamente.
Ello supone privar de comida a estas criaturas, quitarles
el pan para incrementar el continuo banquete de los
más ricos en Europa o Norteamérica.
Es una actitud criminal. Es como un genocidio organizado
a nivel internacional, que clama a la Humanidad. Y,
sin embargo, el día que nos falte gente como
ésta, que aún tiene capacidad de acoger,
de sonreír, de perdonar y de compartir lo poco
que tienen, va a faltar una referencia muy importante
para la Humanidad. Porque Europa o América
han dejado de ser referencias. La miseria es inhumana
pero los valores morales que tiene esta gente, su
dignidad humana, están redimiendo al primer
mundo.
La indignación hacía que Ángel
vacilara al hablar, como si no encontrase las palabras
precisas para expresar sus sentimientos con la fuerza
necesaria. Caminamos hacia la misión de Saint
Mary cruzando junto a un enorme templo todavía
en obras. Desproporcionado respecto al número
de católicos de Wukro y verdadero monumento
a la soberbia católica, su aspecto magnífico
resultaba tan provocador como una blasfemia, cuando
tantas necesidades urgentes rodeaban sus muros. ‘Qué
despropósito, ¿verdad?’ comentó
el padre Olaran. Muy cerca, en un patio de las dependencias
eclesiásticas, un centenar de mujeres cargadas
de niños muy pequeños --demasiado pequeños--
aguardaba ante la puerta cerrada de una pequeña
oficina. En su interior un pagador parroquial
se disponía a iniciar el reparto de ayudas
económicas a las familias más necesitadas.
Cada una recibiría un puñado de birs,
la moneda local, en billetes muy viejos y de escaso
valor al cambio en euros, pero que para ellas representaban
seguridad alimentaria. Nos llamó la atención
la presencia de numerosas parejas de mellizos, un
fenómeno muy frecuente en la zona, como si
la Naturaleza tratara de doblar su apuesta para contrarrestar
la elevada mortandad infantil, haciendo que muchas
madres parieran los hijos de dos en dos.
-- Todas estas mujeres viven lejos de Wukro. La distancia
y la falta de medios de transporte les impide traer
a sus hijos todos los días al comedor infantil,
así que vienen una vez al mes y les damos algo
de dinero para que puedan comprar alimentos. No mucho,
entre doce y veinte euros según las circunstancias
de cada una. Pero hay que considerar que, en esta
región, hay familias de seis o siete miembros
que sobreviven con menos de veinte euros mensuales.
Las clientas fijas son unas doscientas. La
mayoría ha tenido que caminar largas horas,
a veces haciendo noche en el camino, para llegar aquí
con algunos de sus niños a cuestas. Porque
las obligamos a traer a los niños al centro
de salud. Para cobrar tienen que haber pasado antes
por el consultorio médico donde se vigila el
peso de los críos y se les facilitan los fármacos
que puedan necesitar. Así conseguimos la garantía
de que, por lo menos una vez al mes, los niños
reciban la atención médica indispensable.
¿Qué es lo que hacen con el dinero que
les entregamos, con la comida que compran? Lo cierto
es que se enfrentan a un problema tan enorme como
es la supervivencia de sus hijos. Porque, además
de los que traen consigo, todas tienen más
criaturas, y han dejado en casa a otras cuatro o cinco.
El poco dinero que les entregamos es para todos. Pero
seguramente no les alcance. Y lo más probable
es que lo dediquen a alimentar mejor a los mayores,
que ya han tirado para arriba.
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