Juan Manuel de Prada y Vicente Romero.
Vicente Romero es un "enamorado de su oficio", el periodismo, y un rostro popular de RTVE, donde lleva 16 años: Informativos, En Portada, Informe Semanal... Su vida ha transcurrido siempre entre campos de batalla y escenarios de pobreza, y no soporta la injusticia. Aún conserva la rabia que le llevó a Vietnam con 22 años, como corresponsal de Pueblo, y aspira a ser el último en irse, "el Matusalén de las batallas". Ha escrito Misioneros en los infiernos o Los placeres de La Habana. Posee diferentes premios, entre ellos el Bravo.
Juan
Manuel de Prada
uno de
los novelistas españoles de más sólida y creativa trayectoria. Nacido
en Baracaldo (Vizcaya), sorprendió al gran público con Coños (1995),
su primer libro, por su audacia imaginativa y su deslumbrante uso del
lenguaje. Cualidades que ratificó con El silencio del patinador (1995),
Las máscaras del héroe (1996) o La tempestad (1997), novela que obtuvo
el Premio Planeta y consagró a su autor internacionalmente: ha sido
traducida a once idiomas.
La manera de ser y de pensar de Juan Manuel de Prada y Vicente Romero son diferentes. Entre otras cosas, porque el primero es católico y el segundo, agnóstico. No obstante, sus opiniones respecto a los misioneros no difieren demasiado. Así se desprende de estos dos artículos, para los que Supergesto ha obtenido permiso de reproducción. El de Prada se publicó en el ABC Semanal, el 4 de abril de 2004; el de Romero, en la página web del Congreso Nacional de Misiones de Burgos, organizado por la CEE, en septiembre de 2003.
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esde que maduró mi uso de la razón, fui siempre –y continúo siendo– anticlerical, además de agnóstico. Supongo que ello es fruto de la educación católica que recibí y de mis propias experiencias con la Iglesia, antes que de una reflexión profunda. En todo caso, nunca he tenido inquietudes espirituales ni tampoco he echado de menos ese consuelo de la fe del que tanto he oído hablar. Vamos, que soy eso que antes se llamaba despectivamente un materialista ateo. Sin embargo, presumo de tener un puñado de excelentes amigos religiosos, con quienes comparto un sin fin de opiniones y sentimientos. Y confieso mi sincera admiración por esas gentes de la Iglesia que –pese a las diferencias en los trabajos que realizan y las circunstancias en que se encuentran, así como al distinto talante de sus congregaciones– caracterizamos con la denominación común de misioneros. Esta aparente contradicción ha sido fruto de mi trabajo como enviado especial, que me llevó a conocer a decenas de misioneros en distintas zonas deprimidas del mundo y en los momentos más dramáticos. Enseguida aprendí que la inmensa mayoría no tenía nada que ver con mis viejos prejuicios sobre curas y monjas evangelizadores, sino que se trataba de seres humanos excepcionales con profundas convicciones. Lo de menos era que yo no llegase a entender su fe. Alguno llegó a decirme que para ser cristiano no hace falta creer en Dios. Después, comprendí que esa fe que yo no siento les permite una excepcional capacidad de entrega, más allá de los límites humanamente exigibles. Muchas veces, envidiando su energía personal, les he dicho que si su fe (desnuda de dogmas y liturgias) la vendieran por metros, compraría los necesarios para hacerme un capote espiritual que me abrigara cuando la injusticia radical en que se basa el sistema económico en que vivimos hace que me sienta en un absoluto desamparo ideológico. Pero ellos, mis amigos curas y monjas misioneros, me han enseñado que lo importante es mantener la fe en el hombre, aunque a veces resulte mucho más difícil que empeñarse en creer en las deidades más fantásticas. Hace unos meses, el suplemento dominical del diario El País publicó un centenar de sucintas biografías de supuestos santos en vida, la mayoría –si no todos– misioneros. El reportaje era una insensatez aunque, puestos a creer en alguien, me cueste menos trabajo admitir la santidad de quienes conozco en esa lista que la de algún polémico personaje eclesiástico elevado a los altares. Porque, aunque no he conocido a ninguno con vocación de santo, ni siquiera de héroe o de mártir, los he visto vivir con humildad, con la única ambición de ayudar al prójimo más desvalido y sin otro instrumento de poder que su invencible voluntad. Incluso he presenciado los grandes prodigios que obran habitualmente, como lograr que sonría un enfermo terminal, condenado a muerte tanto por el SIDA como por los intereses de la despiadada industria farmacéutica. Que reviva un crío al borde del marasmo causado por el hambre. Que un mutilado por las minas o una víctima de la polio se alce del suelo y camine con ayuda de una silla de ruedas o de una prótesis. Y que comunidades enteras recuperen la dignidad y la esperanza que la miseria les había arrebatado. Pequeños acontecimientos, grandes logros mil veces repetidos, que me han hecho creer en los milagros. Que me han demostrado que los milagros son posibles, más allá de que se rece o se deje de rezar suplicándolos, cuando se trabaja hasta la extenuación sin perder la fe en el hombre. Que los hacen esos hombres y mujeres sencillos, en el silencio y la lejanía de sus misiones, cada vez que llenan una escudilla de comida, escolarizan a un niño, curan a un enfermo o proporcionan algo de calor humano a un desamparado. Algo que admira y agradece hasta el agnóstico y anticlerical más empedernido. Por Vicente Romero |