LOS PLACERES DE LA HABANA (2000,
Editorial Planeta).
Fragmento:
CAPÍTULO
1º. La
Habana, febrero de 1996.
Mediodía del lunes.
El
militar no les quitaba los ojos de encima. Mariano
había notado su mirada hostil desde que bajaron
del autobús. Los había visto llegar,
apostado en uno de los laterales del hotel Meliá
Cohiba, y ahora los examinaba fijamente desde el fondo
del vestíbulo, sin importarle que su curiosidad
fuese advertida. Apoyado en una columna, era como
uno de esos guerrilleros revolucionarios que aparecen
en las películas de Hollywood: enjuto, con
una casaca verde y cierto aire patibulario. Su actitud,
observando los esfuerzos de Armando por mantenerse
en pié, resultaba más siniestra que
impertinente.
Incómodo,
Mariano se dijo que no había motivos para inquietarse.
Porque ellos no eran los únicos ebrios entre
el numeroso grupo de españoles, sino que la
mayoría había bebido demasiado durante
el largo vuelo desde Madrid. Pero se sentía
avergonzado por el comportamiento escandaloso de su
amigo y se esforzaba inútilmente en mantenerlo
controlado. Buscó amparo en la desordenada
cola que se estaba formando frente al mostrador de
recepción, tiró al suelo el cigarrillo
que acababa de encender y lo pisó.
Armando
no entendía por qué su compañero
le mandaba callar y se obstinaba en que se sentara
sobre la maleta. Tampoco estaba en condiciones de
preocuparse por nada. Sus voces, risotadas y ademanes
aparatosos no sólo habían atraído
la atención del centurión de gesto severo,
sino que lo habían convertido en motivo de
diversión para los demás pasajeros ya
desde dos horas antes de llegar a La Habana. Empezó
a beber en el bar de Barajas y siguió pidiendo
una copa tras otra durante en el avión, decidido
a empezar cuanto antes la larga juerga que debían
ser sus vacaciones en Cuba, incluyendo un fin de semana
en la playa de Varadero. Mariano no había querido
mantenerle el ritmo. Pero le había reído
sus gracias, mientras los demás lo contemplaban
con esa simpatía mutua que se crea entre quienes
se mueven empapados en alcohol.
Uno
de los periódicos que habían hojeado
nada más despegar aseguraba que Madrid-Habana
era la ruta internacional con mayor consumo de bebidas,
según estadísticas de las propias compañías
aéreas. Bastaba con mirar alrededor para comprobar
la verosimilitud de tal información, con el
whisky corriendo de un lado a otro entre incesantes
idas y venidas de las azafatas. A mitad del trayecto,
los retretes ya estaban imposibles. Seguramente la
tripulación de Iberia consideraba que no le
pagaban para limpiar los orines ni los vómitos
derramados alrededor de la taza. Y se limitaba a cerrar
los servicios.
Casi
todos los viajeros eran hombres de mediana edad, solos
o en pequeños grupos. Tan sólo unos
pocos se diferenciaban, gracias a ese aspecto neutro
de los negociantes ejecutivos, bien peinados y uniformados
con maletines de attaché y trajes de
Cortefiel. Junto a ellos destacaba una pareja, que
parecía surgida de cualquier anuncio de lunas
de miel exóticas y pagaderas a plazos.
Aquellos tortolitos eran los únicos totalmente
ajenos al barullo creciente que formaba el amplio
grupo de aspirantes a disfrutar "los placeres
de la Habana"... tal como los sugerían
los folletos turísticos: sobre un fondo playero
con un primer plano del culo de una mulata, rebosante
de un mínimo tanga azul.
Armando
siempre hablaba demasiado. No había parado
de bromear desde que salieron de Madrid. Pero en el
ambiente absurdamente formal de aquel hotel de lujo,
Mariano empezaba a creer que se estaba pasando. Y
que su alboroto podía resultar provocador a
oídos del comisario político de película
que les vigilaba tan ostensiblemente, porque vociferaba
contra la lentitud en los trámites de registro.
Pero su discurso irritado había comenzado algo
más de una hora antes en el aeropuerto, protestando
vivamente por lo que calificó de ridícula
burocracia policial, tras aguardar veinte minutos
ante el puesto de control de pasaportes. Se puso tan
nervioso que desparramó por el suelo todos
sus documentos y no fue capaz de agacharse a recogerlos
sin perder el equilibrio. También se quejó
a gritos de la tardanza de la cinta transportadora
que no acababa nunca de escupir los equipajes, sin
acertar después en la identificación
de su maleta. Se acaloró al pasar la aduana,
cuando le abrieron la bolsa de mano y le preguntaron
qué contenían aquellas bolsitas de yerbas
secas, cuyas infusiones eran lo único que le
calmaba los dolores de estómago. Siguió
lamentándose mientras se llenaba lentamente
el autobús. Y se mantenía en la misma
actitud intolerante. Pero aún peor que sus
quejas fueron sus chistes, cuando quiso ponerse divertido.
--
Desde que pisé Cuba no he parado de hacer colas
--exclamó-- Y además aún no he
visto una sola puta. ¿Dónde coño
están las famosas jineteras...? ¡A
ver si nos han estafao!.
Las
caras severas del personal de Meliá contrastaban
con la complicidad de numerosos integrantes de la
fila.
--
¡Pues menuda mierda de sitio es este, que no
tiene putas! --insistió-- ¿A qué
creerán que hemos venido todos? ¿A algún
congreso de munismáti... numistámica.?
Con
paso resuelto, un camarero negro que exhibía
una dentadura adecuada para un anuncio de dentífricos,
se aproximó al grupo ofreciendo cócteles
de bienvenida. Era el empujón que faltaba para
derribar a algunos de los recién llegados.
Sin embargo, a casi todos les pareció una buena
idea tomar otra copa y las manos se arracimaron en
torno a la bandeja. Incluso los ejecutivos comerciales
perdieron su aparente dignidad, pugnando por abrirse
paso hacia aquella bebida gratuita. Los recién
casados fueron los únicos que no se alteraron,
en su afán de estar lo más cerca posible
el uno del otro, mentalmente aislados de las tres
o cuatro docenas de borrachos que se movían
a su alrededor con precaria estabilidad.
Mariano
se encontró de nuevo con los ojos del militar.
En el mismo momento, Armando giró sobre sí
mismo, levantó el dedo como si se dispusiera
a decir algo importante y basculó hacia atrás
arrastrando en su caída dos o tres maletas
ajenas. En su pirueta pareció que intentase
abrazar al camarero. La bandeja voló por el
aire. Y las copas que aún quedaban llenas se
convirtieron en incontrolados chorros de líquido
verde. Los gritos de los damnificados aumentaron el
estrépito. Las carcajadas y los murmullos brotaron
de todos los rincones. Antes de levantar del suelo
a su amigo, Mariano volvió la cabeza seguro
de recibir la condena del uniformado. Pero este había
desaparecido.
Atardecer
del lunes
Despertó
sin saber qué hora podía ser ni cuánto
tiempo había dormido. Caminó con pasos
torpes hasta el baño y descargó una
larga meada, consiguiendo a duras penas que cayese
entera dentro del inodoro. Tenía el cuerpo
pegajoso por el sudor, que el aire acondicionado había
enfriado sobre su piel. Sus pensamientos eran turbios,
y le dolían la cabeza y la espalda. El espejo
le ofreció una imagen penosa: demacrado, sin
afeitar, en desorden el escaso cabello que aún
atesoraba... Se estiró lentamente, temiendo
un brote de lumbago que habría sido el más
inoportuno de toda su vida, la víspera de unos
días de juerga ambicionados desde muchos meses
atrás. A modo de conjuro, tomó dos cápsulas
de Fiorinal con codeína y se bebió un
vaso de agua del grifo. Ni siquiera le apetecía
fumar. Consultó el reloj: la una y veinte,
hora de Madrid. Un dato inservible, porque aún
no tenía la mente lo bastante clara para calcular
la diferencia horaria entre España y Cuba.
Tampoco discernía si la luz incierta que se
filtraba a través de los visillos era del amanecer
o del atardecer. Se asomó a la ventana. El
sol era un disco rojo, en un cielo azul oscuro. El
alumbrado público estaba encendido y las gentes
deambulaban muy despacio: anochecía.
Pensó
en Armando y decidió hablarle por teléfono.
No recordaba el número de su habitación
y tuvo que preguntarlo a la telefonista. Repitió
tres veces la llamada sin obtener respuesta. Y empezó
a preocuparse. Aunque se había metido en la
cama muy borracho, le parecía raro que no oyera
los timbrazos. Habían quedado en descansar
un rato y el que se levantara antes avisaría
al otro, para no perder todo su primer día
en La Habana. Pero tal vez la tajada que llevaba cuando
se acostó fuera demasiado grande. Incluso podía
haberla empeorado bebiendo algo más, ya que
las dos botellas de whisky que habían comprado
en la freeshop de Barajas iban en su bolsa.
Entonces se le ocurrió que estuviera enfermo,
que se le hubiese abierto la úlcera, o incluso
que sufriera un coma etílico... Así
que decidió ir a verlo. Para ganar tiempo renunció
a ducharse y se vistió con la misma ropa, aunque
apestaba a sudor.
Le
pareció que el ascensor tardaba una eternidad.
De los seis elevadores, estaban apagados los indicadores
de cuatro y los dos que funcionaban permanecían
detenidos en la última planta. Impaciente,
optó por bajar andando desde el décimo
hasta el séptimo piso. Llamó varias
veces en la puerta de Armando. Pero tampoco tuvo contestación
y, alarmado, acudió a conserjería para
pedir ayuda. Tras el largo mostrador había
un solo empleado, enredado en una farragosa explicación
sobre un mapa de la ciudad. Los tortolitos del avión
le escuchaban atentamente, sin dejar de acariciarse.
Era evidente que también ellos habían
pasado el primer día en La Habana en su cuarto,
aunque por motivos muy distintos a los suyos. Impaciente,
les interrumpió argumentando que estaba preocupado
por su compañero.
Un
botones lo escoltó y le abrió con una
llave maestra. Tras encender las luces, saltaron por
encima de una vomitona, cuyo olor agrio impregnaba
el ambiente. Antes de ver a Armando, lo oyeron. Roncaba,
tirado boca arriba y con los brazos abiertos en cruz
sobre la cama. Debió de caer dormido sin acabar
de desvestirse. Porque se había quitado la
camisa pero no había conseguido librarse de
los pantalones, bajados y atascados en los zapatos.
Afortunadamente no estaba enfermo, sino totalmente
frito.
Con
un billete de cinco dólares, Mariano despidió
al botones, que contemplaba la escena con una sonrisa
poco discreta. Trató de reanimar a Armando
dándole unos cachetes en las mejillas, pero
fue inútil. Necesitaba unas cuantas horas más
de sueño para eliminar el alcohol que anestesiaba
su cuerpo, así que acabó de desvestirlo,
lo acomodó en la cama, le puso una almohada
bajo la cabeza y lo cubrió con la sábana.
Arrojó un par de toallas sobre el vómito
y dejó la luz del lavabo encendida para que
pudiera orientarse cuando se levantase. Al colgar
del picaporte el cartel de no molestar, se alegró
de no haberse alojado con su camarada. El paquete
turístico salía mucho más caro
con estancias individuales. Pero había tardado
muy poco en convencerse de que aquel gasto suplementario
valía la pena.
El
ascensor no obedeció la orden de subida y le
dejó en el bajo. Mariano aceptó el pequeño
cambio de planes que le sugería el destino,
porque precisaba aire fresco y decidió salir
sin preocuparse de su aspecto. Cruzó la plazuela
y avanzó despacio por el malecón, iluminado
con las luces justas, casi las imprescindibles. Ya
se había cerrado la noche. Se paró a
mirar las olas y atrajo a un enjambre de negociantes
callejeros apostado en las inmediaciones del hotel.
Rechazó varias ofertas de taxis particulares
y puros de estraperlo. Cuando los cazadores de turistas
comprendieron que no era una presa interesante, pudo
detenerse y estudiar el paisaje humano. Algunas parejas
se abrazaban, junto a las bicicletas que les servían
de medio de transporte. Había muy poco tráfico.
Reparó en que casi todos los coches eran viejos
Lada, incluso vio algunos modelos norteamericanos
muy antiguos, dignos de las ambiciones de un coleccionista
o incluso de un museo del automóvil. El frescor
del viento en la cara le abrió las ganas de
fumar. Encendió un cigarrillo, pero le dio
tos y lo arrojó en seguida al agua, recordando
sus renovados propósitos de dejar el tabaco.
--
¡Qué lástima, desperdiciarlo así!
La
voz era de un joven que, a su lado, observaba el punto
donde el pitillo cayó al mar. Como respuesta,
le tendió la cajetilla de Ducados. El chico
cogió uno y se lo pasó bajo la nariz,
olisqueándolo.
--
Populares --sentenció-- ¿Tiene
fuego?
Mariano
sacó un mechero de propaganda de su empresa.
--
Quédatelo.
-- Gracias. ¿Es usted español?
-- Sí.
-- ¿Hace mucho que llegó?
No
tenía ganas de hablar y fue cortante:
--
Quédate también los cigarrillos pero
déjame en paz.
-- Oiga, tampoco hay que despreciar...
-- Es que quiero estar solo, ¿comprendes?
- Allá usted.
El
muchacho se alejó fumando. Pero en seguida
vino el relevo: se le aproximaron dos jineteras negras
en ropa de trabajo, una con pantalones rojos exageradamente
ajustados y otra con un body azul eléctrico.
La mayor tendría unos veinticinco años
y era quien llevaba la voz cantante. Esta vez Mariano
asumió una conversación de catálogo.
Después de todo, aquello era lo que le había
traído a Cuba.
--
¿Estás solo, mi amol?
-- Eso parece.
-- ¿Y no te gustaría dejar de estarlo?
-- Quizás. ¿Cuál de vosotras
me haría compañía?
-- Si tú quieres, las dos.
Se
le arrimaron una a cada lado, bromeando y acurrucándose
hasta lograr que las abrazara.
--
¿Cómo te llamas?
-- Mariano. ¿Y vosotras?
-- Ay, qué lindo es el acento español.
Yo soy Carol y esta es mi prima Juani. Habla muy poquito,
¿sabes? Todavía es tímida.
Deslizó
sus manos por los hombros de las muchachas y palpó
descaradamente sus pechos, mientras ellas fingían
resistirse entre risas. Entonces recurrió al
tópico, como si tuviera que justificar aquellas
caricias que empezaban a parecer exploraciones médicas.
--
Qué piel tan agradable...
-- Pues más abajo es aún más
suave.
-- Imposible.
-- Dime mi amol, ¿no has estado nunca
con una negra?
-- No. Y tampoco con dos.
Carol le miró, burlona.
--
¿Cuántos años tienes?
-- Cuarenta y cuatro.
-- ¿Y cómo has aguardado tanto sin probar
lo bueno?
-- A lo mejor todavía estoy a tiempo, ¿no?
-- Por supuesto. ¿Vamos?
-- Ahora no, más tarde.
No
se sentía con ánimos para nada. Se desprendió
de ellas con promesas vagas y emprendió la
huida. Regresó al hotel considerando que el
panorama ya era más halagüeño.
Quince minutos habían bastado para comprobar
que las noches de La Habana eran tal como le habían
prometido. Saberlo le animó a afeitarse. Bajo
la ducha se sintió revivir, y reunió
fuerzas para hacer frente a la mezcla de desconcierto
y sopor, fruto de los cambios de horario y clima,
que le embargaba desde que se despertó. Tras
ponerse unos calzoncillos limpios, empezó a
creerse capaz de emprender sus proyectos lúdicos.
Buscó
en vano la Guía Secreta de La Habana,
que había consultado al principio del vuelo.
Revolvió en la bolsa de viaje y en la maleta,
aun sabiendo que no podía estar dentro.
-
¡Maldita sea! Debe haberse quedado en el avión,
entre los periódicos.
En
el fondo le daba igual. Saldría sin el libro.
Tampoco debía ser difícil desenvolverse
en una ciudad donde se habla español. Compraría
un plano y preguntaría dónde cenar.
La
respuesta del conserje le decepcionó:
--
En la primera planta, señor.
-- No. Fuera de aquí.
-- Permítame decirle que nuestra cocina es
excelente.
-- Ya. Pero quiero dar un paseo. ¿Podría
recomendarme algún restaurante?
Aquel
empleado parecía severamente adoctrinado:
--
Hay muchos por toda la ciudad. Pero el nuestro es
de los mejores.
-- Deme un plano de La Habana.
-- Verá, señor: los planos no se pueden
regalar. Los vende la Organización del Turismo.
-- Pues véndame uno.
-- Tiene que ir al despacho de Tour Operators.
-- ¿Dónde está ese despacho?
-- Al final del hall, a la derecha. Pero ya han cerrado.
Vaya por la mañana, a las ocho.
Hasta
el mostrador de Caja, donde Mariano fue a cambiar
unos dólares por pesos convertibles, llegaron
los gritos indignados de un individuo de cincuenta
y tantos años, grueso y calvo, que proclamaba
'haber pagado intencionadamente una doble'.
En seguida su discusión con los encargados
de la seguridad se convirtió en una aparatosa
bronca, que sobresaltó a cuantos se encontraban
en el vestíbulo e hizo que los parroquianos
del bar alargasen el cuello. El huésped empujó
con las dos manos a uno de los guardianes que le cerraban
el paso. El gorila cayó al suelo y su teléfono
portátil se estrelló contra la cristalera
de la fachada. Porteros y vigilantes se abalanzaron
sobre el airado turista, inmovilizándolo como
si se tratase de un peligroso criminal. El pobre afirmaba
en catalán algo así como que aquello
era una vergüenza y un atropello de sus derechos.
Alguien,
que debía ser el director o el gerente, llegó
a poner orden. Mandó alejarse al personal implicado
en el incidente, tras hacer que soltasen a su cliente
y, hablándole en catalán, lo condujo
hábilmente a un lado. El hombre estaba rojo
como un tomate, sudaba a mares y jadeaba. Su mano
izquierda sujetaba fuertemente el antebrazo de una
negra veinte centímetros más alta que
él, con cara de pensar "esto ya lo sabía
yo, pero el muy cabezota insistió en traerme."
Mariano
comprendió en seguida lo que ocurría.
Y se sentó en un sillón cercano, dispuesto
a contemplar el final del espectáculo. La incorporación
de otro directivo del establecimiento a la discusión
forzó que ésta prosiguiera en castellano.
El gordo alegaba que durante sus anteriores estancias
en La Habana, la cubana entraba por aquella misma
puerta, se quedaba a dormir con él y la camarera
les llevaba el desayuno a la cama.
--
Si los porteros nos saludaban con reverencias y le
decían "buenas noches señora",
¿por qué ahora le impiden entrar y la
tratan como a una puta, collons?
-- Es que las cosas han cambiado. Al parecer usted
desconoce el decreto que se publicó hace unos
días.
-- ¿Qué dice ese decreto?
-- Prohibe que los cubanos entren en los hoteles de
turismo internacional, a no ser que ocupen su propio
cuarto y paguen con divisas.
-- ¡Pero qué estupidez es esa! Si el
bar está lleno de cubanos...
-- Son otra clase de gente, señor: personas
conocidas.
-- ¿Y mi novia no lo es, con la de noches que
ha pasado aquí?
-- Si quiere ir con ella al bar no hay inconveniente.
Incluso daremos orden de que le permitan pasar todos
los días. Pero sólo al bar.
Las
explicaciones, pese a la paciencia y amabilidad con
que se le brindaban, iban descomponiendo el ánimo
del calvo. Cuando hizo un último esfuerzo de
firmeza en sus pretensiones y amenazó con marcharse,
le informaron fríamente que no le devolverían
dinero alguno, ya que había contratado una
tarifa bloque con avión, habitación
y desayuno incluidos e inseparables. Entonces se derrumbó
y pareció que estuviera a punto de llorar.
Se dio la vuelta y miró hacia arriba, a los
ojos de la negra que seguía tras él
con cara de circunstancias. Ella, que no había
abierto la boca, le acarició una mejilla y
dijo "vámonos Juan".
Mariano
tampoco quiso esperar más. Se levantó
y salió a la calle, contrariado. ¿Cómo
era posible aquello? En Viajes Marsans le habían
asegurado que podría dormir acompañado.
Todo empezaba mal.
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