‘Perversiones
de la información: del olvido al infoespectáculo.
Ponencia en el Congreso
sobre LA TECNOLOGÍA DE LA INFORMACIÓN
Y SUS DESAFÍOS
Mesa: El mapa de la
verdad, ¿dónde está la información?,
¿Podrá llegar en el futuro a todas
partes?
Madrid, 7 de Noviembre
2000.
En una época de constantes avances en las
comunicaciones, el principal desafío con
que nos enfrentamos los periodistas no es el de
adaptar nuestros métodos de trabajo a las
nuevas posibilidades de producir y difundir la información,
sino de carácter ético. Porque frente
a los vertiginosos cambios tecnológicos,
que permiten una mayor inmediatez y amplitud en
la circulación de las noticias, esta acusa
una serie de perversiones graves. Y mientras en
los países pobres crece el número
de excluidos totales de la información --como
sujetos y como destinatarios de la información--
en las naciones más ricas aumenta el número
de personas que reciben una información masiva
pero viciada, incompleta o incluso deformada. El
hecho es que la información tiende a circular
cada vez más en una sola dirección.
Y, generalmente, las noticias sobre algunos problemas
de enormes magnitudes que recibe el público
de las regiones con acceso privilegiado a los grandes
medios de comunicación social, suele ser
mínima, discontinua, y contradictoria en
su perceptibilidad social.
Las principales perversiones de nuestro
periodismo comienzan en nuestra propia esfera política
interna, reflejada en una información que
raramente cuestiona los límites del orden
establecido. Pero donde se hacen más visibles
las contradicciones y defectos éticos de
un periodismo tan avanzado tecnológicamente
es en las informaciones internacionales, y de modo
especial en las referidas a grandes tragedias --políticas
o naturales-- que se producen en el marco de la
desigualdad y la injusticia crónicas que
constituyen la base del actual sistema económico
mundial.
En el mundo permanecen abiertos una docena de conflictos
graves y se mantienen larvadas otras tantas situaciones
de enorme tensión. Sin embargo, de la mayoría
de esos conflictos apenas si circula información.
Como dijo hace años Bernard Kouchner,
sin imágenes no hay indignación; sin
imágenes, la injusticia solo golpea a los
desdichados. (La misma idea está, desde
antiguo, en el refranero: ojos que no ven, corazón
que no siente.) Es cierto que la difusión
masiva de imágenes de las tragedias actuales
--o sea la información inmediata y viva sobre
ellas-- es lo único que parece capaz de golpear
eficazmente las conciencias, y de obligar a intervenir
a nuestros políticos, acomodados en un sistema
autodenominado de bienestar. El silencio
informativo por parte de los grandes medios
(especialmente la televisión) significa el
desconocimiento social y político de los
conflictos, y consecuentemente la incomprensión
de sus efectos. Finalmente, ese olvido mediático
permite eludir responsabilidades a quienes estarían
éticamente obligados a actuar contra la injusticia
y acaba garantizando la impunidad tanto de sus despiadados
beneficiarios últimos como de los verdugos
locales que aquellos utilizan.
El mercado internacional de la información
está controlado por las grandes empresas
de comunicación --mayoritariamente penetradas
por las principales corporaciones económicas
mundiales, cuando no propiedad de alguna de ellas--
las cuales ejercen un implacable poder de decisión
sobre los temas informativos que se ponen en circulación
o se silencian, así como sobre sus contenidos.
Ese control informativo nunca es casual
ni se limita a las dificultades objetivas de obtención
y transmisión de la información (que
resultan notorias en algunos casos, como el de Afganistán),
pero muchas veces se realiza de forma mecánica
por profesionales que interpretan el supuesto interés
objetivo de las noticias en función
de la política informativa de sus
empresas. La única forma de escapar de ese
control está en la producción propia
del material informativo, lo que requiere una gran
inversión económica, grandes medios
técnicos y esfuerzos humanos considerables.
Pero la simple difusión masiva de imágenes
de las tragedias no es suficiente. Jean Ziegler
ha escrito que la función última de
los periodistas (última no en el
sentido de postrera, sino de tarea final,
de irrenunciable compromiso ético) consiste
en hacer que el público recupere la capacidad
de horrorizarse ante lo que es horroroso. Una
capacidad que los espectadores de los informativos
de televisión pierden sin advertirlo, acostumbrándose
a la constante sucesión de imágenes
atroces. Porque esas imágenes patéticas
de niños famélicos, de mujeres y hombres
muertos a tiros o machetazos, de miles de refugiados
confinados bajo las tiendas de hule de los campos
de refugiados, pasan ante los ojos del público
continuamente, casi siempre sin una explicación
adecuada o con una explicación tan mínima
y apresurada que resulta insuficiente. Y su reiteración
hace que la miseria y la violencia acaben siendo
aceptadas como algo inevitable, consustancial
y hasta lógico en países atrasados.
Incluso cuando nos sorprenden algunas imágenes
que sobrepasan el horror habitual, nos
escandaliza más la barbarie balcánica
que la africana, porque los Balcanes son parte de
nuestro entorno europeo, que consideramos civilizado
mientras asumimos como natural la misma
barbarie en las naciones lejanas, donde nuestra
ignorancia nos hace calificar a sus gentes como
primitivas cuando no de salvajes
y, en el mejor de los casos, de exóticas.
(Tal vez porque nos resulta cómodo olvidar
que el mayor salvajismo de este siglo ha producido
en el corazón de la vieja Europa.)
Además del silencio informativo
y del pernicioso carácter fragmentario y
descontextualizado de la mayor parte de las noticias
que nos llegan sobre la mayoría de los conflictos
internacionales, la manipulación de imágenes
de grandes tragedias produce una perversión
mayor: lo que los semiólogos norteamericanos
denominan infortainment, un horroroso neologismo
que se podría traducir como infoespectáculo,
creado para definir a un género
deleznable en el que se pretende mezclar información
y entretenimiento.
Esta enfermedad profesional del periodismo
en televisión ha adquirido dimensiones alarmantes
de forma creciente durante los seis últimos
años. (Especialmente desde la colosal tragedia
de Ruanda en 1994, que también marcó
el desarrollo de las ONG). Pero el infoespectáculo
tampoco es algo nuevo. Ya durante la primera fase
de la guerra civil de El Salvador --cuando se libró
la sangrienta lucha política en la capital,
reprimida por el ejército de forma salvaje--
las principales cadenas norteamericanas de televisión
llegaron a tener hasta tres equipos de enviados
especiales cada una, compitiendo por las imágenes
más sensacionalistas, por no denominarlas
espectaculares: brutales cargas policiales
contra los manifestantes, tiroteos, cadáveres
en las calles, o llantos desesperados ante las cámaras...
que garantizaban altos picos de audiencia,
donde interrumpir el informativo e insertar la publicidad.
Sin embargo, el infoespectáculo
ha aumentado su perversión en los últimos
años, adquiriendo un carácter supuestamente
humanitario que resulta gratificante para
el espectador. Decía Jesús Jáuregui
--responsable de Cáritas para la zona de
los Grandes Lagos-- que llega un momento en que
la gente no puede seguir comiendo mientras soporta
las imágenes crueles que los telediarios
ofrecen al medio día y a la hora de cenar;
entonces muchos espectadores reaccionan, echan mano
de la cartera y envían un donativo... para,
así, poder seguir comiendo con tranquilidad.
Además de ese efecto liberador de
una mala conciencia primaria, común al público
mínimamente informado de los países
ricos, las noticias sobre la llegada de la ayuda
humanitaria enviada por nuestros gobiernos, y las
imágenes de la actuación de las ONG
surgidas como expresión de la sociedad civil,
resultan sumamente gratificantes. Reafirman
la supuesta moralidad del sistema radicalmente injusto
en que vivimos, e incluso nos permiten un ambiguo
sentimiento de superioridad. A veces, cuando la
ayuda no se produce de forma masiva y, por tanto,
no es noticia, se produce el efecto de
minimizar informativamente el problema objetivo:
fue el caso de la crisis en el sur de Sudán,
hace dos años, donde las televisiones integradas
en la UER (Unión Europea de Radiodifusión)
renunciaron a establecer un punto de montaje y emisión,
como hacen habitualmente en las situaciones de crisis.
El más evidente desarrollo comercial del
infoespectáculo --ya fuera de los
espacios informativos-- se ha dado en los llamados
telemaratones, que proclaman como finalidad
la obtención de fondos para la ayuda humanitaria,
pero no quitan el ojo de los índices de audiencia
ni renuncian a los ingresos de la publicidad. Aunque
sus formatos sean importados de Norteamérica,
son reconocibles como hijos naturales de aquellos
viejos programas radiofónicos como el famoso
Ustedes son formidables, que convertían
la caridad popular (entonces no se hablaba
de solidaridad, sino de caridad cristiana)
en objeto de diversión.
Cuando los telediarios --y, en general, los programas
informativos-- ofrecen esas imágenes que
Kouchner reclamaba como pruebas de la injusticia,
provocadoras de la indignación popular, y
cuando lo hacen en el sentido que Ziegler señala
como ineludible obligación ética de
los periodistas, la televisión se convierte
en el más potente fulminante de la solidaridad.
Cada vez hay mayor conciencia de ello entre los
profesionales del periodismo. Y resulta evidente
que últimamente las informaciones de carácter
humanitario han ganado espacios en los informativos
de cadenas como Antena 3, Tele Madrid y --sobre
todo-- Tele 5, mientras TVE es todavía la
que mayor y mejor información ofrece de estos
problemas, al sumar a sus telediarios programas
como Informe Semanal o En Portada.
Sin embargo, todas las cadenas mantienen un común
silencio informativo sobre crisis tan profundas
y prolongadas en el tiempo como la guerra civil
de Angola, que ya dura más de un cuarto de
siglo. O sobre los cientos de miles de desplazados
de conflictos dejados caer en el olvido, como los
de Afganistán o Timor, prácticamente
desaparecidos del panorama informativo. Son tres
de muchos ejemplos posibles. Pero tal vez el más
cercano y evidente sea el caso de Kosovo, por contraste
con los excesos informativos anteriores. Porque
a la limpieza étnica serbia ha seguida
una segunda limpieza étnica albanesa,
sorda e implacable, ignorada de forma cobarde si
no cómplice por quienes defendieron incondicionalmente
la aberración de los bombardeos humanitarios
de la OTAN. En Kosovo se ha cazado a los gitanos
a tiros como hicieron los nazis, se han producido
secuestros y desapariciones como en la América
Latina de los años setenta, se han incendiado
viviendas y asesinado impunemente, bajo las barbas
de unas tropas de la OTAN ineficaces para garantizar
el respeto de los derechos de las minorías
gitana y serbia, sin que tampoco se haya logrado
crear un sistema de justicia mínimamente
eficaz. Pero de todo ello a penas nos han llegado
imágenes, cuya visión incomodaría
al propio Bernard Kouchner.
Rara vez se vuelve a informar de la situación
de países que han sufrido grandes desastres
naturales o fuertes crisis sociales. Cuando desaparecen
las imágenes llamativas, decae el interés
periodístico. Así, los focos informativos
son efímeros y las tragedias se solapan:
las inundaciones de Mozambique hicieron olvidar
la hambruna de Etiopía; la hambruna de Etiopía
hizo olvidar las inundaciones de Venezuela; éstas
hicieron olvidar la hambruna de Sudán, que
relevó informativamente a los terremotos
de Colombia o Turquía, que a su vez hicieron
olvidar los efectos devastadores del Mitch... El
público nunca llega a saber qué ha
pasado después de los huracanes, o los terremotos,
o las guerras; sospecha que el hambre y la miseria
continúan, aunque no proporcionen el número
de muertos suficiente para ser noticia.
Ignora si la ayuda prometida llegó a tiempo,
si se canalizó debidamente, o si se hicieron
enjuagues políticos con los fondos.
Y esa falta de información produce inevitablemente
el efecto opuesto al de fulminante de la solidaridad
que tuvo la información puntual de cada tragedia.
La falta de información es causa de pasividad
y, finalmente, de desmovilización social.
Ese silencio a veces no es total sino selectivo,
sobre partes fundamentales de la información,
que afectan sobre todo al contexto en que se producen
las noticias, un material más arduo de elaboración
y que suele ser víctima de las limitaciones
de espacio de modo más grave en los informativos
de radio y televisión que en la Prensa escrita.
Ello resulta especialmente notorio, casi de forma
cotidiana, en las noticias sobre el flujo de inmigrantes
ilegales que llega a nuestras costas. Muy pocas
veces se habla de las condiciones de vida que impulsan
la incierta aventura de la emigración. Y
menos aún se da cuenta de las situaciones
de guerra o tensión política extrema
que sufren muchos de sus países de origen.
Es obligado señalar también que buena
parte de la responsabilidad en estas insuficiencias,
vicios y perversiones de la información
corresponde a las agencias humanitarias. Organizaciones
poderosas que deberían ser no solo principales
fuentes informativas sino motores que impulsen la
circulación de una información correcta,
se mantienen pasivas e incluso recelosas. En general,
las principales agencias humanitarias (como ACNUR,
Cruz Roja o FAO) suelen moverse detrás
de las actuaciones periodísticas, denotando
una común falta de políticas informativas
adecuadas. Y la mayoría de los funcionarios
internacionales --de modo destacado, según
mi experiencia, los de la Unión Europea--
acusan, además de una insensibilidad y una
lentitud burocrática crónicas, un
sorprendente desconocimiento de los medios de comunicación,
sus condicionantes, funcionamientos y necesidades.
Frente a las tan repetidas teorías sobre
la objetividad informativa, consideradas
como principio profesional fundamental, y expuestas
como dogma de fe en todas las facultades y escuelas
de periodismo, los periodistas deberíamos
proclamar y ejercer el derecho a cuestionar los
límites de esa objetividad en el tratamiento
de determinadas realidades. Debemos examinar de
forma crítica la realidad en que nos movemos,
cuestionar los límites de nuestro trabajo
y reivindicar el derecho a indignarnos ante la injusticia,
haciendo patente nuestra indignación en el
planteamiento de los contenidos informativos, sin
reprimir nuestros sentimientos de dolor o impotencia
ante las tragedias humanas. No podemos limitarnos
a exponerlas de modo falsamente objetivo,
sin denunciar sus causas y señalar a sus
beneficiarios. Los periodistas tenemos que ser capaces
de transmitir a los espectadores de los informativos
nuestras propias emociones humanas ante el horror
o la injusticia, para evitar que se produzca una
deshumanización de la información,
tan perversa o más que el silencio, la fragmentación
o el infoespectáculo.