'El espectáculo de
la guerra'
Universidad
Pontificia de Salamanca, febrero de 2002.
Hay una palabra maldita cuando hablamos de periodismo,
un calificativo imperdonable que jamás debe
de ser utilizado para definir las imágenes
informativas sobre algún hecho trágico:
espectacular. Un accidente mortal, un incendio,
una ejecución, un bombardeo, pueden ser espantoso,
aterrador, sobrecogedor, espeluznante, terrorífico,
gigantesco, pavoroso, atroz... y una larga lista de
adjetivos. Pero nunca espectacular. A no
ser que definamos al mismo tiempo la naturaleza del
espectáculo que supuestamente constituye:
un espectáculo forzosamente doloroso, vergonzoso,
rechazable, condenable.
La
consideración de un hecho trágico como
espectacular envilece al periodismo. Y tiñe
de amarillo incluso a las informaciones elaboradas
de forma aparentemente rigurosa. Sin embargo, las
consideraciones éticas parecen estar reñidas
con la premura de tiempo de nuestro oficio. Y constantemente
se escucha en los informativos de todas las televisiones
definir a imágenes de tragedias, incluso de
crímenes de lesa humanidad, como espectaculares.
No es casual. Una de las mayores perversiones sufridas
mundialmente por la información durante los
últimos años ha sido su ‘espectacularización’,
si me perdonan ustedes el empleo de este palabro para
referirme al concepto básico de lo que los
semiólogos norteamericanos denominan infortainment,
un horroroso neologismo que se podría traducir
como infoespectáculo, creado para
definir a un género deleznable en el que se
pretende mezclar información y entretenimiento.
LA PERVERSION DEL ‘INFOESPECTÁCULO’
La manipulación de la información, a
partir de su impacto puramente visual en el espectador,
se produce de modo simultáneo a la práctica
generalizada del silencio informativo y del
carácter fragmentario y descontextualizado
de la mayor parte de las noticias que nos llegan sobre
la mayoría de los conflictos internacionales.
Así el espectáculo informativo o infoespectáculo
acentúa sus efectos perniciosos, ya que no
se suma a la información, sino que la reemplaza.
Esta enfermedad profesional del periodismo
moderno ha adquirido dimensiones alarmantes durante
los últimos años. Su origen es económico,
pero cada vez tiene una mayor repercusión social
y es objeto de una descarada utilización política.
La valoración del impacto visual de una noticia
está históricamente determinada por
la inclusión de la publicidad en los telediarios
de la televisión norteamericana, que produce
la necesidad de que los contenidos informativos atraigan
la atención de los espectadores en los momentos
previos a la inserción de anuncios. Ya durante
la primera fase de la guerra civil de El Salvador
--cuando se libró la sangrienta lucha política
en la capital, reprimida por el ejército de
forma salvaje-- las principales cadenas norteamericanas
llegaron a tener hasta tres equipos de enviados especiales
cada una, compitiendo por las imágenes más
sensacionalistas: cargas policiales, tiroteos,
cadáveres en las calles, o llantos desesperados
ante las cámaras... que garantizaban altos
picos de audiencia, donde interrumpir el
informativo e insertar la publicidad. Esas imágenes
impactantes sorprenden al espectador y --durante unos
instantes-- lo dejan indefenso intelectualmente, causando
que su percepción de la veracidad de la información
se extienda de forma inconsciente y acrítica
al mensaje publicitario que viene a continuación.
Una utilización radicalmente inmoral del hecho
informativo.
Pero, además, se trata de que el infoespectáculo
resulte socialmente gratificante y se instrumentalice
para apuntalar de forma inadvertida los criterios
políticos dominantes. El ejemplo más
claro es el carácter supuestamente humanitario
que adquiere muchas veces el infoespectáculo.
Explicaba Jesús Jáuregui --responsable
de Cáritas para la zona de los Grandes Lagos--
que llega un momento en que la gente no puede seguir
comiendo mientras soporta las imágenes crueles
que los telediarios ofrecen al medio día y
a la hora de cenar, y que entonces muchos espectadores
reaccionan, echan mano de la cartera y envían
un donativo... para, así, poder seguir comiendo
con tranquilidad.
Además de ese efecto liberador de
una mala conciencia primaria, común al público
mínimamente informado de los países
ricos, las noticias sobre la llegada de la ayuda humanitaria
enviada por nuestros gobiernos, y las imágenes
de la actuación de las ONG surgidas como expresión
de la sociedad civil, reafirman la supuesta moralidad
del sistema radicalmente injusto en que vivimos, e
incluso nos permiten un ambiguo sentimiento de superioridad
social. El público tiende a pensar que ‘esas
cosas no pueden pasar aquí’, y reafirma
su fe en las garantías de nuestro sistema de
vida, sin jamás cuestionar mínimamente
las causas de la desigualdad ni las responsabilidades
históricas. Así, se da frecuentemente
el caso de que, cuando la ayuda a las víctimas
de una tragedia colectiva no se produce de forma masiva
esta deja de ser noticia, y se tiende a minimizar
informativamente el problema objetivo: fue el caso
de la crisis en el sur de Sudán, donde las
televisiones integradas en la UER (Unión Europea
de Radiodifusión) renunciaron a establecer
un punto de montaje y emisión, como hacen habitualmente
en las situaciones de crisis.
Pero la mayor perversión alcanzada por la práctica
creciente del infoespectáculo radica
en su utilización política. Y el caso
donde ha resultado más manifiesta es Afganistán.
Mi primera duda es si debemos llamar ‘guerra’
a lo que ha sucedido en Afganistán? Tal vez
resultara más apropiado hablar de ‘represalia
militar’, de ‘acción bélica
de castigo’, o de ‘intervención
armada en un conflicto ajeno’. Más
que un acto de guerra, el bombardeo masivo de Afganistán
ha sido un acto de venganza, una forma de lavar el
orgullo político herido y --sobre todo-- un
espectáculo mediático reparador. La
reacción militar de Washington responde a la
violencia intrínseca a un sistema radicalmente
injusto, y denota la incapacidad de los dirigentes
norteamericanos para afrontar políticamente
las causas de un problema político.
La utilización de la información ha
resultado evidente. Y la metodología empleada
ha constituido un nuevo desarrollo de la ensayada
con éxito en la Guerra del Golfo, primero,
y posteriormente en el conflicto de Kósovo.
Se parte de una identificación maniquea de
las fuerzas en conflicto, y se busca caracterizar
al enemigo como encarnación del mal, de modo
que los crímenes de guerra se conviertan en
actos de justicia y tengan el efecto social reparador
y ejemplarizante del castigo. Se continúa enfriando
las imágenes, como forma más eficaz
de minimizar los daños causados. El mejor ejemplo
son las imágenes de las bombas --incluso desde
las bombas-- que se asemejan a las de un videojuego,
y provocan que el espectador llegue incluso a desear
inconscientemente que acierten en el blanco fijado,
sin pensar en su consecuencia destructiva ni en las
víctimas.
Las formas son fundamentales. La información
sobre una manifestación callejera no produce
el mismo efecto en el ánimo del espectador
enfocada desde el lado de los manifestantes que desde
el lado de la policía. La simple presencia
del periodista en uno u otro lugar contribuye decisivamente
a situar al espectador. Del mismo modo, que la cámara
se agache al suelo entre un grupo de personas hambrientas
o enfermas, o que las retrate desde arriba mirando
hacia abajo, ofrece un importante matiz en el punto
de vista.
En el caso de Afganistán se han remarcado estas
diferencias. E incluso, como parte del espectáculo,
algunos periodistas (especialmente algunas periodistas,
tan inconscientes como víctimas del afán
de protagonismo) se han llegado a vestir como si fueran
a un baile de disfraces. La revista francesa ‘Le
Courrier de l’information’ dedicó
un número a las formas de manipulación
informativa en el conflicto de Afganistán,
e hizo hincapié en este punto. ¿Por
qué unas enviadas especiales se disfrazaban
de mujeres pakistaníes y otras no? Las que
no recurrieron a esa clase de atavíos pretendidamente
miméticos con los usos de la región,
dejaron en evidencia a sus compañeras, que
adoptaron unos ropajes vistosos en vez de conformarse
con un velo --cuando fuera preciso como señal
de respeto cultural-- y que hicieron un espantoso
ridículo, ya que desconocían los significados
locales de los colores de las telas con que se envolvían.
Un ridículo mayor del que habría hecho
una periodista norteamericana o centroeuropea, que
informara desde España vestida con un traje
de faralaes. Así, parece que se tratara de
llevar el infoespectáculo a sus últimas
consecuencias, colocando payasos ante las cámaras,
como parte de un proyecto desinformativo global.
LA FALSA ALTERNATIVA DE LA OBJETIVIDAD
¿Cuál es la alternativa profesional
frente al predominio del infoespectáculo?
Estoy en radical desacuerdo con quienes defienden
el regreso a un tono de supuesta ‘objetividad
formal’. La objetividad es el mayor tópico,
la mayor falacia, generalmente predicada como un valor
absoluto en las facultades y escuelas de Periodismo.
La objetividad no existe. No pasa de ser un máscara.
El denominado ‘nuevo periodismo norteamericano’
--nacido en Vietnam durante una guerra que fue el
último escenario de libertad informativa en
un conflicto bélico-- demostró que la
suma de relatos subjetivos de los testigos arrojaba
un balance informativo más objetivo que la
sucesión de datos objetivados formalmente.
Con la excusa de la objetividad se pretende asignar
a los periodistas el papel de informar ‘responsablemente’
--es decir, de forma limitada y en tono frío--
sobre los hechos bélicos, sin cuestionar jamás
sus causas y ‘objetivando’ sus
‘daños colaterales’. Lo
‘políticamente correcto’
aparece, según ha comentado con su agudeza
habitual Manuel Vázquez Montalbán, en
una forma de censura mundialmente elogiada. La ‘responsabilidad’
del informador acaba convirtiéndose en autocensura
aceptada sin cuestionamientos éticos.
Frente a las tan repetidas teorías sobre la
objetividad informativa, consideradas como
principio profesional fundamental, y expuestas como
dogma de fe en todas las facultades y escuelas de
periodismo, los periodistas deberíamos proclamar
y ejercer el derecho a cuestionar los límites
de esa objetividad en el tratamiento de determinadas
realidades. Debemos examinar de forma crítica
la realidad en que nos movemos, cuestionar los límites
de nuestro trabajo a incluso reivindicar el derecho
a indignarnos ante la injusticia, haciendo patente
nuestra indignación en el planteamiento de
los contenidos informativos, sin reprimir nuestros
sentimientos de dolor o impotencia ante las tragedias
humanas. Los periodistas tenemos que ser capaces de
transmitir a los espectadores de los informativos
nuestras propias emociones humanas ante el horror
o la injusticia, para evitar que se produzca una deshumanización
de la información, tan perversa o más
que el silencio, la fragmentación o el infoespectáculo.
Frente a las perversiones de la información,
los informadores tenemos que esforzarnos en que nuestro
trabajo sirva para lo que Jean Ziegler ha definido
como nuestra función última (última
no en el sentido de postrera, sino de tarea
final, de irrenunciable compromiso ético),
y que consiste en hacer que el público
recupere la capacidad de horrorizarse ante lo que
es horroroso. Una capacidad que los espectadores
de los informativos de televisión pierden sin
advertirlo, acostumbrándose a la constante
sucesión de imágenes atroces. Porque
esas imágenes pasan ante los ojos del público
continuamente, casi siempre sin una explicación
adecuada o con una explicación tan mínima
y apresurada que resulta insuficiente. Y su reiteración
hace que la miseria y la violencia acaben siendo aceptadas
como algo inevitable, consustancial y hasta
lógico.
LA VERGÜENZA DE AFGANISTÁN
En el caso de Afganistán, el espectáculo
mediático ha reemplazado en muchos casos al
análisis de las causas determinantes de prácticas
políticas desesperadas que conducen al terrorismo.
(A lo que denominamos terrorismo. Porque terrorismo
de Estado es también la política de
Israel, y los bombardeos desde helicópteros
de objetivos civiles palestinos se suelen calificar
simplemente como ‘acciones militares’.)
Las informaciones sobre el conflicto de Afganistán
fueron repetitivas durante las semanas que se prolongó
la resistencia del gobierno talibán. Sin embargo,
no se aprovechó ese tiempo para retratar la
situación de fondo.
Me decía el padre Jon Sobrino, charlando hace
pocos días junto a la tumba de Ellacuría,
(víctima del terrorismo estatal salvadoreño
cuya metodología aprendieron los centuriones
centroamericanos en academias de los Estados Unidos)
que además de conjurarse contra el terrorismo,
los gobiernos de los países más poderosos
deberían haberse conjurado también contra
la pobreza y la injusticia. Y contra la explotación
internacional. Y contra la impunidad de los crímenes
políticos. Y contra cuanto explica --aunque
no lo justifique-- ese recurso al terrorismo. Porque
como explicaba Pax Christi USA (entidad católica
nada sospechosa) en un documento publicado a raíz
del 11 de septiembre, ‘mientras los fuertes
dominen a los débiles, el terrorismo será
una opción para los excluídos.’
El sacerdote norteamericano Scott Wright glosaba ese
documento afirmando que ‘si no vamos a las
raíces de la desesperación, la miseria
y la exclusión en el mundo, nunca saldremos
victoriosos en la guerra contra el terrorismo. La
miseria no puede justificarlo, pero lo alimenta.’
Estos u otros posibles análisis han quedado
frustrados, mientras el infoespectáculo
se apropiaba de nuestras pantallas, distrayendo al
público de cualquier planteamiento crítico
de los hechos militares, en unos tiempos de cierre
de filas internacional, cuando todos los que no marcan
el paso resultan sospechosos de simpatizar con el
enemigo. Un enemigo, además, definido por el
propio George Bush como el Mal en términos
absolutos.
A mantener una opinión pública acrítica
ha contribuido también el que, curiosamente,
a un conflicto de tan extrema complejidad política,
varias cadenas de distintos países han enviado
como informadores a algunos profesionales del periodismo
social, sin experiencia en escenarios políticos
internacionales, y carentes de la imprescindible preparación
cultural. Periodistas que han servido como meros engranajes
de una maquinaria propagandística, que han
reflejado los valores establecidos desde el Pentágono.
Y que lo han hecho muchas veces incluso mediante una
utilización inconsciente del lenguaje, como
por ejemplo la consideración de los militantes
de Al Qaeda como ‘mercenarios’.
(Es evidente que no lo son, ya que no actúan
por dinero. Se les puede denominar terroristas, fanáticos,
dogmáticos... pero no mercenarios.)
En definitiva, vivimos una época de constantes
avances en las comunicaciones, pero el principal desafío
con que nos enfrentamos los periodistas no es el de
adaptar nuestros métodos de trabajo a las nuevas
posibilidades de producir y difundir la información,
sino de carácter ético. Porque frente
a los vertiginosos cambios tecnológicos, que
permiten una mayor inmediatez y amplitud en la circulación
de las noticias, esta acusa una serie de perversiones
graves, la mayor de los cuales es la conversión
de la información en espectáculo.
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