‘Fugitivos de la miseria'
Canarias, enero de
2002.
La emigración por motivos económicos
es, desde hace ya tiempo, un flujo constante de las
regiones del empobrecido sur al norte privilegiado.
Y su continuo incremento lo está convirtiendo
en un movimiento migratorio masivo.
La
emigración económica supone --junto
a los éxodos de refugiados por motivos políticos,
étnicos o religiosos-- una de las grandes tragedias
colectivas de nuestro tiempo. Y las fronteras conceptuales
que diferencian a ambas migraciones son cada vez más
difusas.
‘Refugiado’,
‘desplazado’ y ‘emigrante’
son concepciones europeas, hijas de la historia de
la primera mitad del siglo XX. Sus diferencias quedaron
claramente establecidas en las ruinas europeas de
la segunda guerra mundial. Pero el mundo ha cambiado
mucho desde entonces. Y a la propia ACNUR (agencia
de UN para los refugiados, cuyos planteamientos dejan
mucho que desear y frecuentemente resultan anacrónicos)
le cuesta cada vez más establecer diferencias
entre quienes escapan de la muerte o la miseria (cuya
última consecuencia es la muerte, o la no-vida,
la negación de las posibilidades de vida digna).
Quienes
huyen a otro país, cruzando las fronteras,
para escapar de una persecución son refugiados.
Las mismas personas en las mismas circunstancias de
riesgo sólo son desplazados
cuando no logran llegar hasta una frontera y permanecen
lejos de sus tierras y hogares pero dentro de las
fronteras de su propio país. Y muchas veces.
cuando una guerra o una situación radicalmente
injusta impulsa a esas mismas personas a buscar comida,
esperanzas y posibilidades de vida digna, no en campamentos
miserables junto a las fronteras, sino en los mercados
de trabajo extranjero, son emigrantes. Una
diferencia absurda, que comporta muy diferentes derechos,
distinta consideración, y discriminación
en el trato.
No
quiero entrar en un análisis de las tres consideraciones
legales. Solo apuntar que su diferenciación
ha hecho crisis. Desde la tragedia de Ruanda en 1994,
la propia ONU revisa los límites de la ayuda
a desplazados, y ACNUR les auxilia en muchos casos
como refugiados. A la inmigración se le reconocen
matices, desde que se prevén razones humanitarias
para la regularización de los ilegales, incluso
en leyes crecientemente restrictivas como la actual
española. Quiero subrayar el carácter
de fugitivos de la miseria de muchos de los emigrantes
que llegan a nuestras costas. Y el inalienable derecho
de todos ellos a luchar por mejorar sus existencias,
y a ambicionar un futuro menos injusto que su presente.
Por eso, del mismo modo que resultan anacrónicas
las concepciones que manejamos sobre refugiados y
desplazados, es urgente revisar la de emigrantes.
La
emigración tradicional, que protagonizamos
los españoles durante largos periodos de nuestra
historia (el último, de forma masiva, durante
el franquismo) se produce todavía hacia nuestro
país, sobre todo desde las naciones del este
europeo, como Rumania o la antigua Yugoslavia. Son
gentes que buscan mejores condiciones de trabajo y
mejores salarios. Pero que han crecido en ciudades
o pueblos, en condiciones de vida aceptables, que
han aprendido a leer y a escribir y han recibido atención
médica. No se les puede asimilar a los nuevos
inmigrantes, que llegan desde verdaderos infiernos
sociales, que muchas veces no buscan una vida mejor,
sino que huyen de la muerte o de la no-vida, de la
carencia total de los mínimos imprescindibles
para vivir con dignidad.
Los
factores principales que han modificado esa antigua
emigración laboral, hasta convertirla en una
huida trágica que a veces cuesta diferenciar
de los dramas personales de los refugiados y desplazados,
son:
-- la creación de abismos de miseria relativamente
próximos a nuestras fronteras. (Países
condenados al monocultivo, que han deshecho su anterior
agricultura de subsistencia y cuyas economías
están atenazadas por una deuda externa impagable)
-- la aparición de conflictos crónicos,
que no se logra, y a veces ni siquiera se intenta
resolver internacionalmente, porque su existencia
beneficia a las grandes corporaciones económicas
mundiales. (Como el caso de la explotación
del coltán [columbia-tantalita o col-tan] en
el Congo donde una guerra ha causado dos millones
de muertos desde 1997)
-- la rapidez de información, aunque a veces
sea unilateral, que crea un modelo falso de prosperidad
universal y presenta al mundo desarrollado como un
espejismo.
Factores todos que demuestran la responsabilidad de
los países receptores de inmigrantes en la
creación de su flujo de llegada, más
allá de los pretendidos ‘efectos llamada’
atribuidos a distintas causas por conveniencia política
puntual.
DESCONOCIMIENTO
DE TRAGEDIAS
La
información incompleta, fragmentaria y descontextualizada
que padecemos es la causa de que desconozcamos, incluso
de que olvidemos, la inmensa mayoría de las
situaciones injustas y/o conflictos que explican la
necesidad de emigrar de cientos de miles de personas.
El status quo económico internacional se basa
en una radical injusticia, injusticia que tiende a
institucionalizarse, a ‘legalizarse’
mediante el desarrollo de la llamada ‘globalización’.
Las
gentes como ustedes y como yo tendemos a creer que
ese status quo nos beneficia. En el fondo, resulta
evidente --aunque no queramos detenernos a observarlo--
que la causa última de la pobreza es la existencia
de la riqueza, y de sus mecanismos para aumentar y
perpetuarse en manos de los privilegiados. A veces
nos da miedo mirar esa realidad, e intuimos que hacerlo
va contra nuestros propios intereses. Pero no tiene
por qué ser así. Nuestros intereses
no tienen por qué ser necesariamente identificables
con nuestros privilegios. Y en definitiva los grandes
privilegios, que se basan en la explotación
y la pobreza de pueblos enteros, no son de ustedes
ni míos, sino de los grandes grupos económicos,
de las poderosísimas corporaciones económicas
internacionales que gobiernan a los gobiernos y que
han desnaturalizado la política, convirtiendo
a los políticos en administradores con diferencias
de carácter metodológico en vez de ideológico.
Jean
Ziegler ha escrito que la función última
de los periodistas (última no en el
sentido de postrera, sino de tarea final,
de irrenunciable compromiso ético) consiste
en hacer que el público ‘recupere
la capacidad de horrorizarse ante lo que es horroroso’.
Una capacidad que los espectadores de los informativos
de televisión pierden sin advertirlo, acostumbrándose
a la constante sucesión de imágenes
atroces. Porque esas imágenes patéticas
de niños famélicos, de mujeres y hombres
muertos a tiros o machetazos, de miles de refugiados
confinados bajo las tiendas de hule de los campos
de refugiados, pasan ante los ojos del público
continuamente, casi siempre sin una explicación
adecuada o con una explicación tan mínima
y apresurada que resulta insuficiente. Y su reiteración
hace que la miseria y la violencia acaben siendo aceptadas
como algo inevitable y hasta lógico
en países atrasados.
¿Qué
decir entonces de la mera imagen del atraso y la pobreza?
La desigualdad se admite como lo que es: algo consustancial
al sistema económico en que vivimos, y para
el que ha dejado de haber alternativa, ni siquiera
en el plano teórico de las utopías.
El hambre no es noticia. Los fugitivos del hambre
son noticia solo cuando llegan a nuestras puertas.
Muy pocas veces se habla de las condiciones de vida
que los impulsan a la incierta aventura de la emigración.
Y menos aún se da cuenta de las situaciones
de guerra o tensión política extrema
que sufren muchos de sus países de origen.
Cuando
se produce una tragedia natural, o la hecatombe de
una guerra o una hambruna, nos aterran las cifras
que resumen las condiciones en que mueren sus víctimas.
Sin embargo, muy pocas veces nos llegan las cifras
que retratan su vida antes de que la desgracia puntual
las convierta en noticia.
Por
ejemplo, las estadísticas sobre la realidad
de Iberoamérica afirman que casi la cuarta
parte de su población sobrevive con un dólar
diario. Sus países suman 224 millones de personas
viviendo en la pobreza, de los cuales 117 millones
son niños y adolescentes. Entre ellos, los
más vulnerables son 40 millones de criaturas
menores de seis años. Las cifras son implacables
y ofrecen una visión estremecedora de la situación
de la infancia iberoamericana: de cada mil niños
que nacen, 41 mueren sin cumplir un año. El
30 por 100 crece en hogares carentes de agua potable,
sometido a un alto riesgo sanitario. Y el 10 por 100
tiene una esperanza de vida de tan solo 40 años.
LOS PADRES Y MADRES DE ESOS NIÑOS, ecuatorianos,
bolivianos, peruanos, colombianos, dominicanos...
son quienes buscan trabajo de lo que sea en España.
Las
estadísticas son aún más dramáticas
en Africa, es decir, mucho más cerca de nuestras
costas que aparecen a los ojos de muchos miles de
desdichados como una tierra de abundancia.
El
problema de la inmigración no es solo español.
Las imágenes duras de las pateras que se repiten
casi cada día en nuestros informativos de televisión,
se corresponden con otras semejantes en otros países
ricos, donde los grupos de emigrantes extranjeros
son objeto de rechazo social e incluso de violencia
policial. Un día, es la policía norteamericana
la que apalea a un grupo de “espaldas mojadas”
mexicanos. Otras veces, se trata de trabajadores turcos
en Alemania. O de redadas de africanos en Francia,
o de grupos que tratan de cruzar el eurotúnel
hacia Inglaterra. O de barcos repletos de inmigrantes
que se aproximan a Italia... Las sociedades acomodadas
y con sistemas políticos avanzados parecen
ocultar en su seno el demonio común de cierta
xenofobia institucional que se manifiesta con fuerza
creciente contra los grupos más desprotegidos:
los inmigrantes cuyo único delito es tener
un color de piel y una cultura diferentes.
La
nación de los emigrantes, --ese pueblo disperso
de hombres y mujeres sin más patria que su
puesto de trabajo--, supera numéricamente a
algunos de los estados más prósperos
del planeta. Y también al número de
refugiados políticos en el mundo. Porque setenta
millones de personas se han desplazado en busca de
puestos de trabajo (generalmente los puestos de trabajo
que los obreros europeos o norteamericanos rechazan)
y viven lejos de sus lugares de origen, enfrentados
a otras costumbres, cuando no soportando el rechazo
de las sociedades donde sirven como criados.
EL
OLVIDO DE NUESTRO PROPIO PASADO
Tanto
Europa como Norteamérica miran con preocupación
el crecimiento de las poblaciones de emigrantes y
están cerrando cada vez más sus fronteras
mediante nuevas leyes restrictivas y medidas policiales.
Sin embargo, el mundo desarrollado tendrá que
acostumbrarse a la presencia de trabajadores foráneos.
Porque su envejece y sus índices de natalidad
se reducen, mientras las zonas más pobres del
mundo viven una constante expansión demográfica
y los jóvenes se ven abocados a la emigración.
(Así, más del 70 por 100 de los árabes
ha nacido después de 1970. Y casi la mitad
de la población de Africa entera tiene menos
de dieciséis años.)
Las
diferencias entre Norte y Sur, es decir entre países
pobres y países ricos, se hacen cada vez más
hondas. Y las regiones deprimidas del mundo --especialmente
las más próximas a las fronteras del
desarrollo-- se están convirtiendo en semilleros
inagotables de emigrantes.
Es
el caso de Argelia, cuyo Estado ha hecho crisis y
se muestra incapaz de prometer futuro alguno a los
jóvenes, que sueñan con un trabajo en
la antigua Metrópoli. Pero en Francia ya hay
más de millón y medio de ciudadanos
magrebies. Y los barrios obreros están llenos
de marginados argelinos, sufriendo graves tensiones
raciales en los escalones más bajos de la sociedad,
cuyo ambiente de frustración y violencia es
el mejor caldo de cultivo para el fascismo.
En
los últimos años, la legislación
francesa se ha endurecido, permitiendo incluso que
se niegue la nacionalidad a los hijos de inmigrantes
nacidos en tierras galas. Y como fruto del aumento
de controles de entrada y residencia, se han incrementado
las detenciones y expulsiones de trabajadores ilegales.
Alemania
fue, durante años, la nación más
generosa acogiendo inmigrantes y refugiados políticos.
Pero últimamente los partidos de la derecha
han llegado a plantear la introducción de cambios
constitucionales para frenar la inmigración.
Y los actos de violencia racista han hecho temer un
resurgir de los viejos fantasmas de su pasado. La
pesadilla nazi se dibuja tras los atentados contra
los hogares y organizaciones de inmigrantes. Principalmente,
contra la colonia turca, que es vista por la extrema
derecha germana como una amenaza para su identidad
nacional. Porque más de dos millones de turcos
se han establecido en Europa Central, principalmente
en Alemania Y en los suburbios de algunas ciudades
como Frankfurt ya se habla más turco que alemán.
Norteamérica,
nación formada por emigrantes, parece olvidar
sus propias raíces. El país más
rico del mundo se muestra decidido a negar los beneficios
de su sociedad de bienestar a los nuevos inmigrantes.
La denominada “proposición 187”,
aprobada por referéndum en California en 1994,
permite negar ayuda médica, educación
y servicios sociales a los hijos de los inmigrantes
ilegales, convirtiendo en ley más los sucios
valores de la xenofobia. Una decisión judicial
suspendió su aplicación. Pero la Cámara
de Representantes respaldó el polémico
texto legal, contra la voluntad del propio Bill Clinton.
Al
otro lado del Río Grande, nada más cruzar
la frontera sur de los Estados Unidos, Méjico
vive una tragedia colectiva: su economía no
puede crear el millón de nuevos puestos de
trabajo anuales que su población joven necesitaría.
Y el único horizonte para cientos de miles
de obreros especializados se perfila al otro lado
de la frontera norteamericana. Porque en Estados Unidos
radican más de dos millones y medio de emigrantes
mexicanos, que actúan como un ejemplo para
millones de jóvenes desempleados del país
vecino del sur. Para contenerlos se ha levantado un
muro de la vergüenza, con kilómetros de
alambradas y una intensa vigilancia, que arroja el
saldo de más de dos millones de detenciones
anuales.
Muy
cerca, en el Caribe, hay otro ejemplo dramático:
en Haití --el país más pobre
de América-- la esperanza de vida es de solo
53 años, con el 80 por 100 de sus habitantes
(es decir, cerca de siete millones de personas) sobreviviendo
en condiciones infrahumanas, con menos de dos mil
pesetas mensuales. Los haitianos intentan huir del
hambre hacia los Estados Unidos. Como solo pretenden
escapar de la muerte --no del comunismo-- son rechazados,
a diferencia de los emigrantes cubanos, que se benefician
de una discriminación política.
Otra
nación formada por inmigrantes como los Estados
Unidos es Australia. Otro caso vergonzante de falta
de memoria histórica: Australia ha protagonizado
hace pocos meses el escándalo de rechazar la
llegada de un barco cargado de fugitivos políticos
afganos, mientras desde hace mucho tiempo se esfuerza
en silencio para limitar la afluencia de vietnamitas,
camboyanos e indonesios.
España
sufre el mismo olvido interesado de su propio pasado
como pueblo de emigrantes, incluso mucho más
cercano en el tiempo. Porque no solo hemos sido tradicionalmente
un país de emigrantes, sino que todavía
están frescas en el recuerdo las imágenes
dolorosas de aquellos los trenes repletos de trabajadores
que se alejaban en busca de un salario durante los
años amargos del franquismo. Millones de españoles
tuvieron que buscar los tajos que aquí no había
en las fábricas de Alemania, aspirando a ser
camareros en Inglaterra, peones en Suiza, o cosechadores
temporeros en Francia. Y un dato tremendo que no suele
tenerse en cuenta: las estadísticas aseguran
que hay más españoles viviendo en otros
países como inmigrantes o descendientes de
emigrantes que inmigrantes extranjeros en España.
En
definitiva, que esos fugitivos del hambre que llegan
a bordo de las pateras somos, de alguna manera, nosotros
mismos. Son nuestras propias gentes, nuestro propio
pasado. Nuestra historia.
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