'El derecho a la información en los
escenarios de guerra'
Varias conferencias entre
2002 y 2003.
Los periodistas estamos obligados, por el mero ejercicio
de nuestra profesión, a ser los primeros en
ejercer el derecho a disponer de información
veraz, completa e inmediata. (La inmediatez es fundamental
si se pretende que la información resulte útil
como el elemento de presión ética que
puede y debe ser). A veces, informar desde los escenarios
donde se producen crímenes contra la Humanidad,
es una tarea imposible. Siempre es extremadamente
difícil. Cada vez más desde la guerra
de Vietnam, que fue la última donde los periodistas
gozamos de libertad de movimientos sobre el terreno.
Pero el poder aprende y no solo ha desarrollado cortapisas
de gran eficacia para impedir que los periodistas
informemos de modo veraz, completo e inmediato, sino
que ha logrado sofisticados sistemas de manipulación
para utilizar nuestro trabajo.
Los
constantes avances tecnológicos en las comunicaciones
han dotado a nuestra profesión de capacidad
de transmisión no solo inmediata, sino incluso
simultánea, de las noticias. Pero al mismo
tiempo han desvirtuado la esencia misma de la información,
convirtiéndola en un producto perecedero, en
el que la urgencia muchas veces hace imposible comprobar
y contrastar las informaciones que difundimos. Es
la primera de una serie de perversiones informativas,
que envenenan el ejercicio del periodismo. Y que representan
para los periodistas un desafío ético,
de muy superior importancia al tan comentado desafío
tecnológico.
Mientras en los países pobres crece el número
de excluidos totales de la información --como
sujetos y como destinatarios de la información--
en las naciones más ricas aumenta el número
de personas que reciben una información masiva
pero viciada, incompleta o incluso deformada, reducida
a una mercancía de gran valor económico,
y con una importancia política infinitamente
mayor a la sospechada por el público.
Dijo hace años Bernard Kouchner que sin
imágenes no hay indignación; sin imágenes,
la injusticia solo golpea a los desdichados.
(La misma idea está, desde antiguo, en el refranero:
ojos que no ven, corazón que no siente.)
(Hay que decir que a Kouchner le molestaban las imágenes
sobre el segundo genocidio de Kosovo: la persecución
albanesa de serbios y gitanos, que fue incapaz de
impedir cuando era máximo responsable internacional
en el territorio ocupado por la OTAN. Y que como ministro
de Salud francés ha callado ante las imágenes
que ilustran las noticias sobre la escasa contribución
francesa al presupuesto de la ONU en la lucha contra
el sida... por dar dos ejemplos de su transformación
política. La misma, acaso que denuncia Jean
Ziegler en su ‘Crítica de la razón
de estado’, afirmando que los partidos y los
políticos que sueñan cambiar al estado
acaban siendo transformados por las estructuras estatales
que pretendían transformar, cuando empiezan
a aceptar la perversión política que
es la llamada razón de estado. Es
lo que le ocurrió a los socialistas franceses.
Y al PSOE sin ir más lejos.)
Es cierto que la difusión masiva de imágenes
de las tragedias actuales --o sea la información
inmediata y viva sobre ellas-- es lo único
que parece capaz de golpear eficazmente las conciencias,
y de obligar a intervenir a nuestros políticos,
acomodados en un sistema autodenominado de bienestar.
El silencio informativo por parte de los
grandes medios (especialmente la televisión)
significa el desconocimiento social y político
de los conflictos, y consecuentemente la incomprensión
de sus efectos. Finalmente, ese olvido mediático
permite eludir responsabilidades a quienes estarían
éticamente obligados a actuar contra la injusticia
y acaba garantizando la impunidad tanto de sus despiadados
beneficiarios últimos como de los verdugos
locales que aquellos utilizan.
El mercado internacional de la información
está controlado por las grandes empresas de
comunicación --mayoritariamente penetradas
por las principales corporaciones económicas
mundiales, cuando no propiedad de alguna de ellas--
las cuales ejercen un implacable poder de decisión
sobre los temas informativos que se ponen en circulación
o se silencian, así como sobre sus contenidos.
Ese control informativo nunca es casual.
Y esas grandes empresas son enormemente sensibles
ante las sugerencias del poder, ya que forman
parte de sus núcleos esenciales.
Pero la simple difusión masiva de imágenes
de las tragedias no es suficiente. El mismo Jean Ziegler
ha escrito que la función última de
los periodistas (última no en el sentido
de postrera, sino de tarea final, de irrenunciable
compromiso ético) consiste en hacer que el
público recupere la capacidad de horrorizarse
ante lo que es horroroso. Una capacidad que los
espectadores de los informativos de televisión
pierden sin advertirlo, acostumbrándose a la
constante sucesión de imágenes atroces.
Porque esas imágenes patéticas de niños
famélicos, de mujeres y hombres muertos a tiros
o machetazos, de miles de refugiados confinados bajo
las tiendas de hule de los campos de refugiados, pasan
ante los ojos del público continuamente, casi
siempre sin una explicación adecuada o con
una explicación tan mínima y apresurada
que resulta insuficiente. Y su reiteración
hace que la miseria y la violencia acaben siendo aceptadas
como algo inevitable, consustancial y hasta
lógico en países atrasados.
E incluso en situaciones de guerra se acepta como
lógicos e inevitables los comportamientos más
atroces de aquellos a quienes los medios de comunicación
no vacilan en presentar como nuestros aliados.
Y se predica incluso la guerra como solución
humanitaria. (Algo de esto habría que
preguntar mañana por la mañana).
A esa educación de la sensibilidad (o insensibilidad)
del espectador ha contribuido decisivamente, y tampoco
de forma casual, la distribución de imágenes
por parte de los estados mayores norteamericano en
la guerra del golfo y de la OTAN en Kosovo: imágenes
tomadas desde las propias bombas que convierten la
guerra en un videojuego, con imágenes frías
hasta en el color, haciendo que el espectador se deshumanice
y desee inconscientemente que los proyectiles den
en el blanco sin reparar en las víctimas y
daños que pueda causar.
Es la última consecuencia de la manipulación
de las imágenes. Dice Ryszard Ksapuscinski
que ‘en una dictadura se usa la censura,
en una democracia la manipulación’. Y
la mayor manipulación institucionalizada por
los medios se esconde tras un espantoso neologismo:
lo que los semiólogos norteamericanos denominan
infortainment, que se podría traducir
como infoespectáculo, creado para
definir a un género deleznable en el que se
pretende mezclar información y entretenimiento.
Esta enfermedad profesional del periodismo
en televisión ha adquirido dimensiones alarmantes
de forma creciente durante los seis últimos
años. (Especialmente desde la colosal tragedia
de Ruanda en 1994, que también marcó
el desarrollo de las ONG). Pero el infoespectáculo
tampoco es algo nuevo. Ya durante la primera fase
de la guerra civil de El Salvador --cuando se libró
la sangrienta lucha política en la capital,
reprimida por el ejército de forma salvaje--
las principales cadenas norteamericanas de televisión
llegaron a tener hasta tres equipos de enviados especiales
cada una, compitiendo por las imágenes más
sensacionalistas, por no denominarlas espectaculares:
brutales cargas policiales contra los manifestantes,
tiroteos, cadáveres en las calles, o llantos
desesperados ante las cámaras... que garantizaban
altos picos de audiencia, donde interrumpir
el informativo e insertar la publicidad.
Sin embargo, el infoespectáculo ha
aumentado su perversión en los últimos
años, adquiriendo un carácter supuestamente
humanitario que resulta gratificante para
el espectador. Decía Jesús Jáuregui
--responsable de Cáritas para la zona de los
Grandes Lagos-- que llega un momento en que la gente
no puede seguir comiendo mientras soporta las imágenes
crueles que los telediarios ofrecen al medio día
y a la hora de cenar; entonces muchos espectadores
reaccionan, echan mano de la cartera y envían
un donativo... para, así, poder seguir comiendo
con tranquilidad. Además de ese efecto
liberador de una mala conciencia primaria, común
al público mínimamente informado de
los países ricos, las noticias sobre la llegada
de la ayuda humanitaria enviada por nuestros gobiernos,
y las imágenes de la actuación de las
ONG surgidas como expresión de la sociedad
civil, resultan sumamente gratificantes.
Reafirman la supuesta moralidad del sistema radicalmente
injusto en que vivimos, e incluso nos permiten un
ambiguo sentimiento de superioridad. A veces, cuando
la ayuda no se produce de forma masiva y, por tanto,
no es noticia, se produce el efecto de minimizar informativamente
el problema objetivo: fue el caso de la crisis en
el sur de Sudán, hace dos años, donde
las televisiones integradas en la UER (Unión
Europea de Radiodifusión) renunciaron a establecer
un punto de montaje y emisión, como hacen habitualmente
en las situaciones de crisis.
Frente a las tan repetidas teorías sobre la
objetividad informativa, consideradas como
principio profesional fundamental, y expuestas como
dogma de fe en todas las facultades y escuelas de
periodismo, los periodistas deberíamos proclamar
y ejercer el derecho a cuestionar los límites
de esa objetividad en el tratamiento de determinadas
realidades. Debemos examinar de forma crítica
la realidad en que nos movemos, cuestionar los límites
de nuestro trabajo y reivindicar el derecho a indignarnos
ante la injusticia, haciendo patente nuestra indignación
en el planteamiento de los contenidos informativos,
sin reprimir nuestros sentimientos de dolor o impotencia
ante las tragedias humanas. No podemos limitarnos
a exponerlas de modo falsamente objetivo, sin denunciar
sus causas y señalar a sus beneficiarios. Los
periodistas tenemos que ser capaces de transmitir
a los espectadores de los informativos nuestras propias
emociones humanas ante el horror o la injusticia,
para evitar que se produzca una deshumanización
de la información, tan perversa o más
que el silencio, la fragmentación o el infoespectáculo.
|
|
|