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NOVELAS

EL MIEDO ES UN CAMELLO CIEGO (2002, Editorial Destino).

Fragmento: CAPÍTULO 1º. Argelia, entre septiembre y noviembre de 1994.


Jueves, 10 de noviembre: última noche en Argel.

Carlos no lograba apartar de su mente la imagen patética del cadáver de su amigo, al que dentro de pocas horas escoltaría en un avión de regreso a Madrid. Una y otra vez, reaparecía en su memoria aquel rostro blanco como un papel, mal lavado y con restos de sangre seca, semioculto por las vendas que le cubrían la frente y la mandíbula para tapar los destrozos causados por las balas. Después, le volvía el recuerdo siniestro de los soldadores, charlando en árabe con gestos de indiferencia mientras sellaban el ataúd de cinc en presencia del cónsul de España.

Salió a la terraza en busca de aire puro y apoyó las manos en la baranda para contemplar por última vez el paisaje de Argel al atardecer. El cielo todavía estaba lleno de luz, y contra él se recortaban las figuras caprichosas trazadas en las alturas por el vuelo de centenares de estorninos. Agrupados en espesas bandadas que se replegaban sobre sí mismas, sus formas cambiantes sugerían el ondear de velos negros arrastrados por el viento, gigantescos chadores islámicos flotando sobre la ciudad.

El canto de los almuédanos en la lejanía anunciaba el final de la jornada. Pero en los oídos de Carlos las llamadas a la oración sonaban desde hacía tiempo como un insistente aviso de peligro, una señal de retirada antes de que comenzasen las horas plomizas del miedo. Lanzada desde los alminares en todos los rincones de la capital, la voz de los representantes de Dios sobrecogía el ánimo de los extranjeros, que se sentían amenazados por el fanatismo integrista. Las atrocidades cometidas en el nombre de Alá habían despojado de significado a los mensajes de recogimiento, transformándolos en alaridos macabros como presagios de muerte.

La vida de Argel no tardaría en interrumpirse y sus gentes correrían ansiando refugios donde ocultarse. Después el toque de queda la paralizaría totalmente entre las once y media de la noche y las cinco de la mañana. Esas eran las horas más sordas, cuando la represión militar se adueñaba de barrios enteros y solo se oían sirenas policiales y tiroteos, sin testigos de lo que ocurriera, con puertas y ventanas cerradas. Entonces la vista de calles oscuras y vacías, con el ruido seco de las armas rompiendo de vez en cuando el silencio, le parecía una alegoría sobre la larga noche de intolerancia que Argelia soportaba y le permitía compartir lejanamente su angustia colectiva.

Aquel ambiente siniestro le resultaba familiar, pero observarlo por última vez hacía que lo percibiera de una manera especial. Deseaba librarse de la atmósfera opresiva de la ciudad y, sin embargo, intuía que la echaría de menos. Porque la constante tensión era lo que había dado sentido a su vida en Argel. Y tras ella se desvanecería para siempre la figura de Violeta, como un fantasma que lejos de allí no se materializaría. Por eso, pese a lo sucedido, no quería irse todavía. Le habría gustado concluir su misión profesional, no por lo que suponía su trabajo sino porque le habría permitido conocer un poco mejor a aquella mujer, cuya verdadera identidad aún ignoraba tras haber compartido instantes inolvidables.

Los hechos trágicos se habían encadenado fatalmente desde el asesinato de las dos monjas españolas el domingo anterior. Pocos días después caía cosido a balazos su compañero, un hombre contra quien nadie esperaba que atentas un comando terrorista, aunque su comportamiento infringiera los códigos morales del integrismo. Pese a que hubiera sido el fruto casual de una estúpida imprudencia, esta muerte asustó al Consejo de Administración de su empresa, que decidió cerrar temporalmente la oficina en Argel y retirar a todo el personal extranjero. Así, Carlos recibió la orden de regresar a Madrid casi un mes antes de lo previsto, encargándose de las tareas de repatriación y acompañamiento del cadáver, lo que le impedía posponer su retorno.

Dio la espalda a la ciudad y recorrió con los ojos el interior del apartamento donde había pasado cincuenta días intensos. Su mirada se detuvo en una mesita que casi no había llegado a utilizar, adornada por un pequeño tiesto de cerámica negra con un cactus. Se acercó y lo tomó entre sus manos para observarlo de cerca, tan detenidamente como quien examina un objeto precioso. Recordaba con precisión el momento en que Violeta se lo regaló, y también las palabras que empleó para valorarlo:

-- Esta planta demuestra que la belleza más delicada puede darse en las condiciones más difíciles. Es como una metáfora sobre el Magreb, donde la vida surge incontenible bajo el castigo del sol, sin agua que la alimente y al alcance de quien quiera tomarla pero siempre rodeada de púas que defienden su fragilidad y su pureza. Yo misma soy un poco como este cactus: también mis flores duran menos de un día y tardan una semana en rebrotar.

Sin saber qué hacer con ella, metió la maceta en una bolsa de plástico. Varias veces a lo largo de aquella jornada interminable había querido empaquetarla, pero no conseguía acomodarla entre su equipaje y empezaba a dudar si no sería mejor dejarla en la terraza.

Había pasado la tarde en una espera incierta mientras recogía sus escasos objetos personales, acariciando el deseo imposible de que Violeta no faltara a la última de las citas de los jueves que habían jalonado su estancia en Argel. Tenía las maletas hechas pero todavía abiertas, y había repasado su contenido media docena de veces, tras recorrer la casa en busca de objetos inexistentes, como si rastreara las huellas de su misteriosa amante. Estaba seguro de que ella no desafiaría la intensa vigilancia policial en torno a las residencias de extranjeros, extremada a raíz de la oleada de violencia de los últimos días. Pero se aferraba a la esperanza de que aún se presentara, tal vez al amparo de la noche.

Entró en la cocina y calentó en el microondas una taza con agua para prepararse un nescafé. Aún le quedaba un tercio del bote. Pensó que siempre quedan restos abandonados en los pisos de alquiler, con la posibilidad de ser utilizados por el siguiente inquilino que, junto a la cubertería heredaría el café... y acaso otras muchas cosas, incluso ilusiones y emociones. Igual que las había heredado él de otro desconocido, lo que no le impidió gozar hasta la embriaguez de la sorpresa sentimental que le aguardaba en un armario vacío. Y que sirvió para iniciar una historia de amor, oculta en aquel búnker para empresarios y técnicos europeos.

Volvió al cuarto de estar y puso una casete de Chekroune Hasni, el llamado 'príncipe del rai'. Había descubierto su 'pop étnico' cuando Violeta le dio cinta y le contó que lo habían acribillado a tiros en Orán, sólo tres días antes de que él viajase a Argel. Nadie se atrevía a escuchar en público sus canciones, pero los jóvenes sacaban copias para oírlas a escondidas. Sin entender sus letras, que criticaban el fariseísmo y contravenían el rigor coránico hablando de sexo, Carlos no podía identificarse siquiera con sus denuncias contra la corrupción o la pobreza, pero se sentía atraído por la peculiar mezcla de guitarras eléctricas y percusión africana.

Se sentó en su sillón favorito, sobre cuyo brazo izquierdo había depositado una libreta encuadernada en piel. Quedaba muy lejano el día en que Carmen, su esposa, se la entregó pidiéndole que escribiera en ella sus impresiones cotidianas, para guardar un recordatorio de lo que se prometía como una experiencia humana de gran intensidad. Había cumplido su encargo, componiendo una rara mezcla de dietario profesional y reflexiones personales. Pero no podría compartirlo con ella ya que había dedicado la mayor parte a Violeta. Se dio cuenta de que se aproximaba el momento de destruirlo, aunque se resistiera a hacerlo porque contenía jirones de algo a lo que no se resignaba a renunciar. Así que comenzó a hojearlo y repasar sus notas.
 


 
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Última actualización:
13-Mar-2005
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