Trabajar no es un juego.
(Obra colectiva contra el trabajo infantil en el mundo).
Editado por la Comisión Española de
Ayuda al Refugiado CEAR. 1996, Editorial Planeta.
“ALGUIEN DEBERIA ESCRIBIR LA HISTORIA DE LA
MASCOTA”
No fue más que una anécdota,
una “nota sentimental” entre el torbellino
de noticias de la revolución sandinista en
1978. Un niño se convirtió en uno de
los héroes efímeros de la insurrección
en Nicaragua. Aparentaba unos siete u ocho años,
pero nadie --acaso ni él mismo-- sabía
su edad. Los guerrilleros le llamaban “mascota”,
sin que nadie tampoco recuerde su nombre.
La criatura apareció un día en el mercado
de Diriamba, en la localidad de Carazo. Dicen que
venía de Monimbó, a donde habría
sido empujado desde la cercana Masaya por las luchas
entre las fuerzas de Somoza y el ejército rebelde.
Estaba solo, dormía bajo las estrellas y se
alimentaba con lo poco que le daban los vendedores
o que tomaba en los puestos de comida. Tenía
un revolver del 38, del que no solía alardear
y que solo mostraba cuando se metía en alguna
discusión sobre precios, siempre de parte de
quienes protestaban ante los abusos. Seguramente había
recogido el arma de manos de algún caído
en los combates que presenció y nadie se había
atrevido a quitársela. Cuando se extendió
la insurrección, se sumó a los sandinistas
convirtiéndose en su “mascota”.
Y cuentan que sirvió de correo a los guerrilleros,
desliz ndose sobre los tejados en medio de los tiroteos,
con un cajón de limpiabotas lleno de bombas
de contacto.
La Guardia Nacional rastrilló el mercado en
su busca. Pero “la mascota” se escurrió
entre los soldados. Y uno de ellos mató de
un tiro equivocado a otro niño, hijo de un
tendero. Puede que fuera él quien delató
el escondite donde “la mascota” se había
ocultado aquella noche: un enorme embalaje, cerca
de un puesto de frutas. Los guardias somocistas sabían
que el crío estaba armado y no quisieron correr
riesgos: le asesinaron mientras dormía, ametrallando
el barril que le servía de refugio. Antes de
que amaneciera y el mercado se llenara de gente, retiraron
su pequeño cadáver cosido a tiros. Nunca
se supo qué hicieron con él.
Meses después, el gobierno revolucionario denominó
“La Mascota” a un centro de reinserción
social creado para acoger a los menores de edad que
la Guardia Nacional somocista había reclutado.
Algunos, con catorce o quince años, habían
sido utilizados como sicarios del dictador para lo
cual aprendieron a torturar, practicando las “técnicas
de interrogatorio” con cadáveres. Con
buen criterio, los funcionarios sandinistas no dejaron
que los periodistas visitáramos a los internos
de “La Mascota”. No sé si alguien
les explicaría la leyenda del crío que
daba nombre al correccional. Tal vez ni siquiera los
educadores supieran de él más que su
trágica muerte.
Alguien debería investigar y contar la historia
de “la mascota”, devolviendo su verdadero
nombre al personaje. Se lo dije a Ernesto Cardenal
y me respondió que en las revoluciones siempre
quedaban demasiadas historias sin escribir. Acaso
algunas incluso resulten demasiado “fantásticas”
para hacer literatura con ellas.
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