Encabezamiento Vicente Romero
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LIBROS DE REPORTAJE


'POL POT, EL ÚLTIMO VERDUGO. Viaje al genocidio de Camboya', (1998, Editorial Planeta).

Fragmento 3 de 4: CAPÍTULO 4º. Las ruinas del infierno, (marzo de 1980).


Entramos en la capital camboyana con las últimas luces del día. El continuo ir y venir de bicicletas y motocarros, las ventanas iluminadas en todas las casas, los grupos de gente reunidos en las calles en torno a lámparas de petróleo para comer o charlar, demostraban que Phnom Penh estaba ya lejos de ser aquella ciudad vacía y muerta que mostraban las primeras fotografías distribuidas por la agencia de Prensa vietnamita, en las fechas siguientes al derrumbamiento del régimen polpotista. La que fuera una de las capitales con mayor encanto de Asia comenzaba a recuperar el pulso, tras haber permanecido despoblada durante cuarenta y cuatro meses.

El famoso Hotel Royal, donde se concentraba el grueso de corresponsales extranjeros durante la guerra, había vuelto a abrir sus puertas y cambiado otra vez de nombre. Cuando Lon Nol proclamó la República Jemer, quiso acabar con todo lo que recordase a la monarquía y el Royal pasó a denominarse Hotel Phnom. A los jemeres rojos no les importó cómo se llamase: se limitaron a cerrarlo. Los vietnamitas fueron portadores de esa enfermedad lingüística endémica en el mundo socialista, cuyos síntomas se manifestaban rebautizando cuanto podían con términos como 'amistad entre los pueblos', 'liberación', 'paz y desarrollo', 'progreso', etcétera. Al viejo Royal le había tocado llamarse 'Samaki', es decir 'Solidaridad'. (No duraría mucho. Pronto cambiaría el rótulo de su entrada por el de Phnom/Royal). Pero sus habitaciones alojaban exclusivamente a funcionarios internacionales. Y el Hotel Monorom, otra antigua madriguera de enviados especiales, estaba cerrado. Así que los periodistas fuimos alojados en un chalé que había servido a la Embajada de Bulgaria como sede y lugar de confinamiento. Porque durante el gobierno de Pol Pot todo el cuerpo diplomático permaneció en una situación semejante al arresto domiciliario.

La 'calle de las embajadas' fue la única con vida propia en una ciudad fantasma. Cortada en sus dos extremos por unas barreras metálicas fuertemente vigiladas por los jemeres rojos, dos filas de casas enfrentadas albergaban a los representantes de los ocho estados que mantenían relaciones con Kampuchea Democrática. Pero los diplomáticos no podían franquear sus límites sin permiso previo de las autoridades de Phnom Penh y vivían aislados de la realidad. Las legaciones disponían del mínimo personal y es fácil imaginar la angustia de embajadores, agregados, secretarios y funcionarios, encerrados entre cuatro paredes toda la jornada laboral y paseando en sus ratos de ocio de un lado al otro de la calle, sin saber qué ocurría unos metros más allá. Tan solo salían para efectuar gestiones oficiales, asistir a las raras actividades públicas del gobierno o presenciar algún acto cultural propagandístico, generalmente en honor de visitantes extranjeros.

Tres muchachas formaban el servicio de la antigua embajada convertida en residencia accidental de periodistas. Una de ellas, la dulce y silenciosa Saly Danaz, permanecía largas horas agachada en un extremo del pasillo que conducía a mi habitación, dispuesta a atender presurosamente cualquier llamada, retirar la ropa sucia y servirme agua o té helado. Una tarde me contó su historia. Con solo veintidós años, había sufrido ya un sinfín de amarguras. Nunca entendió nada de política. Durante la dictadura de Lon Nol estudiaba en el liceo de Phnom Penh y tenía un novio del que nunca volvería a saber. El último día de la guerra, cuando la entrada de los jemeres rojos en la capital era inminente, Saly se quedó en casa junto a sus padres y sus cinco hermanos.

-- "Los soldados de Pol Pot llamaron a la puerta" -me contó en un francés escolar- "y nos ordenaron salir con ellos, dejándonos llevar tan solo algo de ropa y unos pocos comestibles para el camino. Entonces nos dijeron que estaríamos fuera nada más que tres días. Y ya ve usted: yo tardé cuatro años en volver. Nos hicieron caminar durante un mes, sin saber a dónde nos llevaban. Siempre a pie, llegamos hasta cerca de la frontera con Tailandia. Como no nos daban de comer, tuvimos que cambiar a los campesinos las pocas cosas que llevábamos por alimentos."

Como tantos otros hombres y mujeres considerados 'elementos burgueses', Saly fue clasificada en la 'tercera categoría social', lo que hizo que le resultase más difícil la vida, ya de por sí dura, de la aldea agrícola a la que fue asignada.

-- "Nuestra jornada de labor era agotadora. Empezaba antes del amanecer y se prolongaba hasta bien entrada la noche. Sólo descansábamos un día cada diez de trabajo".


-- "¿Te hablaron alguna vez de política? ¿Trataron de darte algún tipo de formación ideológica?"

-- "No. Nunca."

-- "¿Te quedaste junto a tu familia ?"

-- "Solo hasta que alcanzamos nuestro destino. Salimos todos juntos de Phnom Penh y juntos hicimos todo el camino. Pero nos separaron cuando llegamos y no volví a verlos. Las únicas noticias suyas que recibí fueron las de sus muertes. Me dijeron que habían matado a mis padres y a cuatro de mis hermanos, pero no me explicaron por qué. La única de ellos que se salvó fue mi hermana menor, que ahora vive conmigo."

Saly contrajo la malaria -enfermedad endémica en Camboya- y sufrió varios ataques de fiebre en la comuna. En ningún momento se le prestó atención médica y no recibió más fármacos que los remedios vegetales empleados tradicionalmente por los campesinos.

-- "El día de la liberación me encontraba enferma. Recuerdo que estaba acostada y con fiebre muy alta, cuando oí mucho jaleo. Me levanté y vi que los soldados de Pol Pot huían desordenadamente y que todo el mundo estaba muy nervioso. No supe lo que estaba ocurriendo hasta que vi entrar en el pueblo a las tropas vietnamitas. Entonces hubo momentos de gran confusión entre la gente, incluso de pánico porque los jemeres rojos nos habían dicho muchas veces que los vietnamitas querían matarnos a todos. Sin embargo, no nos hicieron daño alguno."

Saly aún tardaría cerca de ocho meses en regresar a su hogar. Al principio no fue capaz de creer que volvía a ser libre y tardó en comprender que podía dirigirse a donde quisiera. Por otra parte, pasó una convalecencia larga y difícil. Finalmente, emprendió a pie el camino de vuelta a Phnom Penh. Tras varios días andando, tuvo la suerte de encontrar un camionero vietnamita que la llevó hasta la resucitada capital de Camboya.

- "Fui directamente a mi antigua casa. Pero los soldados no me dejaron llegar hasta ella, porque el ejército de Vietnam había ocupado todas las viviendas de mi calle. Ni siquiera me permitieron entrar en el que había sido mi piso, para recuperar algunas de mis cosas personales. De repente desaparecieron todas mis esperanzas y me encontré con que no tenía a dónde ir."

La muchacha se quejaba de su mala suerte, pero sus palabras no tenían el mínimo tono de reproche hacia quienes se habían apropiado de todos sus bienes. En el fondo, Saly parecía dar por bien empleado cuanto había perdido a cambio de recuperar la libertad. Era un sentimiento compartido por miles de camboyanos. Porque los vietnamitas habían sido recibidos por el conjunto de la población jemer como los libertadores que habían dado fin a una atroz pesadilla política. Aunque más tarde su presencia en el país avivara antiguos rencores, el odio colectivo hacia el régimen de Pol Pot hizo que al principio los invasores fueran bienvenidos.

Millones de hombres y mujeres habían protagonizado historias semejantes a la de Saly y trataban de reconstruir sus vidas, superando el dolor y la confusión largamente acumulados. Las palabras con que la muchacha resumía su tristeza podían servir para todos ellos:

-- "Todas las noches tengo pesadillas atroces sobre aquella época terrible. Fueron demasiados sufrimientos y demasiada miseria. Casi todos mis seres queridos murieron. Mi vida quedó destrozada... Nunca podré olvidarlo."

A pesar de todo, Saly tuvo suerte. No solo localizó a su hermana, sino también a un tío suyo, que era amigo de un viceministro del nuevo gobierno de Heng Samrin. Gracias a él obtuvo otra vivienda y trabajo, como sirvienta en la antigua embajada búlgara. Le dieron tres blusas y una falda para que estuviese presentable y empezó a cobrar el mismo salario que todos los funcionarios de rango intermedio, provisionalmente pagado en especies: dieciocho kilos de arroz al mes.

Abolido de un plumazo el sistema capitalista, el dinero quedó suprimido y el banco del Estado fue dinamitado. Más de un año después del derrocamiento de Pol Pot, las consecuencias de su locura económica aún no habían sido superadas. El nuevo papel moneda, pese a estar ya impreso -con su texto en jemer, francés y vietnamita- todavía no circulaba. Una mañana, los periodistas visitamos los abandonados depósitos bancarios y fuimos invitados a llevarnos como recuerdo cuantos fajos de billetes quisiéramos. Se trataba de las últimas tiradas de rieles hechas por Lon Nol, que nunca llegaron a salir de las arcas. Los jemeres rojos no los necesitaron ya que su Estado suprimió toda actividad mercantil, entendiendo el comercio como una 'secuela del capitalismo'. Se eliminaron prácticamente todos los objetos de consumo y la producción quedó reducida a los alimentos básicos. Más del 80 por 100 de la población estaba encuadrada en comunidades agrarias, en las que estaba prohibido que las familias adquiriesen comida y cocinasen en sus viviendas, siendo obligatorio comer en los refectorios colectivos.

El régimen polpotista emprendió una autarquía radical con la finalidad declarada de alcanzar la autosuficiencia alimentaria, para desarrollar posteriormente una industrialización basada únicamente en recursos propios, fase que no llegó a iniciarse. Así, en todo el país se emprendió la construcción artesanal de miles de canales y represas artesanales, con un esfuerzo humano tan colosal como desproporcionado para los objetivos económicos perseguidos. El Angkar rechazó cualquier forma de ayuda extranjera, imponiendo al país el absurdo desafío de vencer con sus magras fuerzas el caos legado por una guerra devastadora. Reducido el dinero a papel sucio, despojado de valor, los jemeres rojos respetaron las cajas fuertes de los bancos sin que nadie se preocupara de dar utilidad a sus contenidos. Lo mismo que se despreció gran cantidad de maquinaria productiva, condenada a oxidarse en almacenes olvidados, o que se inutilizó el parque de vehículos motorizados. Tras el precepto revolucionario de que el Estado proveyera todo lo necesario para atender las necesidades básicas de la población, se ocultaba un absurdo primitivismo económico.

Cuando Phnom Penh se convirtió en una ciudad muerta, el mercado de Psah Thmay -un hermoso edificio estilo 'art deco' construido en 1927- quedó cerrado y en la explanada que a su alrededor habían ocupado miles de vendedores se plantaron hileras de cocoteros. Al final de la pesadilla, los cocoteros fueron talados y en su lugar volvía a brotar el pequeño comercio. Como la escasez de bienes todavía era dramática, cualquier objeto -por inútil que pareciera- tenía un valor. Ropas viejas y remendadas, pilas usadas que acaso aún fueran capaces de arrancar sonidos a una radio, envases vacíos de medicamentos... basuras que la miseria y el ingenio convertían en pequeños tesoros con los cuales comerciar. Recuerdo a una niña que recogía las últimas gotas de cocacola en los vasos de un tenderete callejero, para rellenar con ellos un botellín y venderlo. Cosas tan elementales como azúcar blanco o detergente en polvo eran los lujos más ambicionados por las familias de Phnom Penh. Traídos de contrabando desde Saigón, sus cotizaciones eran altísimas: ocho kilos de arroz por cada uno de azúcar y hasta cuatro por un pequeño envase de jabón para lavar.

Comprar en un mercado sin dinero es una experiencia inolvidable, por insólita. Un día quise comprar en un puesto callejero un pequeño cenicero de bronce, oxidado por su larga permanencia en el fondo del río Tonle Sap a cuyas aguas arrojaron los jemeres rojos todos los objetos de artesanía tradicional que encontraron -especialmente las imágenes religiosas- y en cuyas turbias aguas buceaban a tientas docenas de jóvenes para rescatarlos. El vendedor me pidió tres kilos de arroz, rechazando los dólares que yo le ofrecía: "¿Para qué los quiero ? Lo que necesito es comprar comida y para eso me hace falta tener arroz". Para solucionar el problema, el intérprete aceptó los billetes y fue a buscar el saquito de arroz necesario para pagar mi capricho.

El arroz, que los jemeres rojos habían convertido en eje absoluto de su economía, seguía siendo la base principal de intercambio y con referencia a él se fijaban los precios de todas las cosas. Se cobraba y se pagaba en cantidades de arroz. Un pantalón valía catorce kilos de arroz; un echarpe de algodón oscilaba entre los veinte y los veinticuatro kilos, llegando a los cien si era de seda; un kilo de pescado costaba, según su calidad, entre uno y dos kilos de arroz; un pollo equivalía a cinco kilos; un kilo de carne de vaca de primera se ponía en doce kilos de arroz... A falta de básculas, los botes de leche condensada distribuidos por la Cruz Roja, una vez vacíos, servían como peculiar medida fragmentaria de la unidad 'kilo de arroz'. Así, muchos precios se fijaban en 'botes'. Por ejemplo, un huevo de gallina costaba un bote de arroz, y las verduras necesarias para una ensalada, tres botes. ¿Cómo saber si estos artículos eran asequibles para la mayoría de la población? La cuestión exigía complejos cálculos. Si el salario de un funcionario medio -como Saly- era de dieciocho kilos de arroz mensuales, estimando en cuatrocientos gramos de arroz el mínimo diario necesario para la alimentación de una persona, quedaban solo seis kilos de arroz mensuales para destinarlos a otras compras.

Pero los vendedores rechazaban que el pago de los objetos más caros se efectuase con arroz, ya que ello significaba acaparar cantidades excesivas de grano, además de la incomodidad que representaba su exceso de volumen y peso para transportarlo y almacenarlo. Se recurría entonces al empleo de la moneda vietnamita, llegada a bordo de los tanques del país vecino y tácitamente aceptada como solución de urgencia por el gobierno de Heng Samrin. Entre soldados y comerciantes existía otra moneda de uso frecuente: el tabaco. Un paquete de cigarrillos equivalía a dos kilos de arroz. Finalmente, en la compraventa de bienes de mayor valor se recurría al oro, utilizando una medida denominada 'chy', equivalente al peso de un anillo de compromiso y valorada en trescientos noventa dongs vietnamitas. En todos los mercados existían puestos estatales de consulta, para evitar discusiones, garantizar el peso y establecer la exactitud de los cambios entre arroz, oro y moneda vietnamita.

Si la receta revolucionaria para acabar de raíz con el capitalismo consistió en abolir el dinero, para combatir las 'ideas decadentes' se recurrió a quemar los libros. Con la misma lógica, el régimen de Pol Pot consideró la enseñanza académica como un 'vehículo ideológico del sistema burgués' que se pretendía aniquilar. "Aquí no hay profesores ni maestros en el sentido clásico de tales profesiones" -explicó su Ministra de Cultura, Yun Yat- "Solo existen cuadros formados en la revolución, que actúan como educadores." Así, en las pocas escuelas técnicas que continuaron funcionando los antiguos profesores fueron reemplazados por obreros, habilitados para la enseñanza por un 'diploma revolucionario', que las autoridades otorgaban no en función de sus conocimientos sino de su comportamiento político. El Angkar ordenó que la mayoría de las aulas existentes en todo el país se dedicaran a otros menesteres 'más urgentes'. Por ejemplo, la Facultad de Medicina de Phnom Penh se convirtió en alojamiento de un batallón femenino de trabajadoras del hospital. Todo el material docente desapareció y el mobiliario fue dedicado a otros menesteres. Ahora que el edificio había recuperado su función original, los alumnos asistían a clase sentados en el suelo. "Lo de menos son los pupitres" -aseguraba el decano Samedy- "Lo importante es que aprendan a ser médicos, aunque estén incómodos".

Aprender no resultaba fácil, sobre las ruinas del reino de Pol Pot. La Biblioteca Nacional ofrecía otra vez entrada libre a las salas de lectura, pero sus estanterías estaban casi vacías. Cerca de setenta mil volúmenes, es decir las tres cuartas partes de su catálogo, habían sido arrancados de los anaqueles y arrojados al fuego purificador. Las mismas hogueras de la revolución cultural en China, idénticas a las de la Alemania nazi. Las tropas vietnamitas habían logrado que Ganesha volviera a sonreír. El dios hindú con cabeza de elefante, patrono de las letras y el aprendizaje, podría felicitarse de que la cultura jemer empezase a salir de las tinieblas de una época oprobiosa. Porque el poder divino de Ganesha no bastó para impedir que los jemeres rojos quemasen -entre otros miles de obras esenciales- el 'Mahabarata' de cuyo texto, según la leyenda, fue escribiente al dictado de Vyasa. Pero finalmente el milagro se había producido. Y cada mañana, la tranquilizadora estampa de grupos de críos camino del colegio recordaba a las gentes regresadas a Phnom Penh que el infierno polpotista había terminado. Vestidos casi todos con ropas idénticas, casi uniformados a causa de la procedencia común de las vestimentas donadas por las organizaciones humanitarias internacionales, los niños se dirigían a unas escuelas que habían sido reabiertas tras cuatro años de inactividad y abandono.

 


 

 
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Última actualización:
13-Mar-2005
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