‘Los ojos de la guerra’
(Obra colectiva a cargo de Manuel Leguineche y Gervasio
Sánchez)
Homenaje al reportero Miguel Gil, muerto en Sierra
Leona. 2001, Plaza & Janés.
MIGUEL GIL
Tengo
la impresión de que Miguel no empuñaba
la cámara movido por la vocación periodística,
aunque en seguida quedó fascinado por el oficio
de informar. Lo conocí en el ruinoso Holliday
Inn de Sarajevo, donde a penas hablamos unos minutos.
Me lo presentó su colega y amigo José
Luis Márquez. Y me contó que no había
llegado a Bosnia enviado por medio alguno, sino que
hizo un azaroso viaje por su cuenta y, una vez allí,
empezó a trabajar para una agencia de noticias
en la que acabó aprendiendo a manejar una cámara
y rodando los combates. Meses después coincidiríamos
en algunos otros escenarios de violencia, pero nunca
tuvimos tiempo para charlar más allá
de lo inmediato. Supongo que Miguel necesitaba lugares
desde donde contemplar de cerca la realidad en sus
aspectos más crudos, pero sobre todo buscaba
sentir la excitación del peligro. Y encontró
en el ejercicio del periodismo la forma de asomarse
a los infiernos, la excusa para vivir intensamente,
siempre en los límites racionales del riesgo,
e incluso el modo de manifestar su compromiso individual.
Tal vez su trabajo como reportero obedeciera a una
peculiar mezcla de aventura personal y solidaridad,
de profesionalidad y adicción a las descargas
de adrenalina. Y aunque nunca primara en él
lo meramente periodístico, resultó un
buen compañero de tareas y fatigas. Su muerte
nos sobrecogió a todos, pero creo que no nos
extrañó a ninguno de quienes sabíamos
cual era su forma de moverse. Los medios con los que
trabajamos los enviados especiales han evolucionado
mucho en los últimos veinticinco años:
desde aquellas rudimentarias máquinas de télex
de Saigón, en las que Manu Leguineche, Diego
Carcedo y yo nos turnábamos para perforar cintas
de papel amarillo con nuestras crónicas sobre
las últimas semanas de la guerra de Vietnam,
hasta ahora que enviamos por línea telefónica
a través de satélite imágenes
digitales comprimidas, captadas en cualquier rincón
aislado del mundo. Los avances tecnológicos
han reducido la competencia entre las grandes agencias
informativas a cuestión de minutos, y las tragedias
más remotas se cuentan de modo inmediato. Pero,
aunque haya más facilidades para difundir la
información, también resulta más
difícil conseguir información en situaciones
de guerra. Y cada vez pesa más decisivamente
ese mismo condicionante que diferencia a unos trabajos
periodísticos de otras desde los tiempos de
Stanley: el factor humano. De nada sirve
disponer en nuestro ordenador portátil de una
conexión con la emisora o el periódico,
si no se consigue burlar las barreras y las censuras.
Hay que llegar a donde no se permite la presencia
de testigos, y narrar lo que se pretende ocultar.
Los instintos básicos del buen reportero no
se incluyen en los modernos equipos técnicos,
ni en los paquetes de software diseñados
para el tratamiento de materiales informativos. Miguel
Gil representaba ese insustituible factor humano:
la capacidad de decidir sobre la marcha cómo
llegar un poco más allá de lo posible,
afrontando peligros que parecerían excesivos
a cualquier otra persona con otro oficio, y de implicarse
personalmente en cada una de las situaciones que retrataba.
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