HISTORIAS
MÍNIMAS:
8. "Locura y soledad".
1/3/2005
Caminando
de madrugada por el bulevar Saint Michel, este fin
de semana en París tras salir de la cueva
de jazz de la calle Huchette, en el corazón
del Barrio Latino, me crucé con una anciana
envuelta en harapos que iba hablando sola. Llevaba
dos enormes bolsas de plástico, que seguramente
contenían todas sus pertenencias, y mascullaba
maldiciones y protestas contra todo. Puede que estuviera
borracha o, tal vez, embriagada de amargura y soledad;
es decir, loca. Un personaje que, aunque parezca mentira,
nos hemos acostumbrado a ver en las calles de las
grandes ciudades; que aquí hemos empezado a
llamar un sin techo, y que los franceses
denominan un clochard, casi convirtiendo
su destino en una extravagancia social, con un término
que disfraza culturalmente la realidad de una marginación
y un abandono que nuestra opulenta y democrática
sociedad no ha tenido voluntad de remediar.
Me recordó otra escena que contemplé
años atrás, también en París.
Estaba yo en una estación del metro, abarrotada
de gentes que esperábamos la llegada del tren,
y había un hombre mayor vestido de payaso que
reía sin cesar. Se movía compulsivamente,
como sacudido por calambrazos, daba pequeños
sustos al prójimo, le hacía reír
con su risa contagiosa aproximándose a sus
caras y canturreaba una vieja canción francesa.
El caso es que logró crear un clima de diversión.
Hasta que llegó el metro y aquel hombre quedó
solo en el andén. Pero no se detuvo. Continuó
saltando, riendo, cantando, bromeando sin nadie que
lo escuchara. Tal vez actuaba para un público
de fantasmas que solo existían en su mente.
No era un payaso, era un loco. Y en el vagón
todos quedamos desconcertados. Los que viajábamos
solos, mirándolo con semblantes muy serios.
Los que iban acompañados, haciendo comentarios
sobre él en voz baja, casi al oído.
Entendimos tarde que aquel hombre vivía en
otro mundo, que estaba en éste, pero que nuestra
realidad tenía muy poco que ver con la suya.
Y que nuestra risa había sido torpe, provocada
por un tipo poseído por la soledad y la angustia,
que reía en vez de gritar como la anciana que
vi en la madrugada del ayer.
El domingo por la noche en París hacía
siete grados bajo cero y un viento te helaba la piel
del rostro y las manos. Aquella anciana debía
estar aterida. Y de repente, cuando ya nos habíamos
alejado, comenzó a gritar, a dar unos aullidos
desgarradores. No había nadie que la escuchara,
ni tampoco gritaba para que la escuchara nadie. Gritaba
como si la estuvieran matando, pero gritaba solo para
sí misma. Y realmente --en su realidad solo
comprensible para ella misma-- la estaban matando.
O la estaban dejando morir que es casi lo mismo. Porque
lo único que somos capaces de hacer por esos
locos, borrachos de soledad, es abrirles las puertas
de una estación del metro para que refugien
su frío y duerman sobre unos cartones. O meterlos
en un albergue siempre provisional. Pero no hay una
institución que se encargue de estudiar las
raíces de su marginalidad, ni su estado anímico,
para ofrecerles una solución --al menos un
paliativo-- individual, a la medida de sus vidas.
Qué curioso que esté prohibido suicidarse,
que la policía se esfuerce en impedir un suicidio,
detenga a quien lo intenta y le proporcione atención
psicológica. Pero que no esté prohibido,
sino consentido, morirse lentamente de abandono y
soledad.
|