HISTORIAS
MÍNIMAS:
7.
Crónicas improvisadas desde Buenos Aires (Argentina)
14/02/2006
Otra vez en mi Buenos Aires querido, y otra
vez para revivir los fantasmas del trágico pasado
político argentino. Porque el próximo
viernes se cumplirán 30 años del golpe
militar que encabezó el general Videla, instalando
en el poder una dictadura sangrienta que dejó
como macabro saldo 30.000 detenidos desaparecidos. Es
una historia que ya he contado muchas veces, desde la
misma noche del golpe militar --hace 30 años
ya-- que me tocó vivir en la Plaza de Mayo. Como,
después, me tocó el terror de los llamados
años de plomo, los siete años de crímenes
de Estado que convirtieron al miedo en una forma cotidiana
de vivir bajo las botas y los sables de un ejército
de asesinos uniformados. En ningún sitio, en
ninguna guerra, pasé más miedo en toda
mi vida que en este país, donde vi pasar a mi
lado la muerte en muchas ocasiones.
Estos días, los argentinos recuerdan constantemente
aquella pesadilla: las cadenas de televisión
no paran de ofrecer reportajes retrospectivos y los
periódicos publican una y otra vez testimonios
de los supervivientes de los campos de exterminio. Hay
varias exposiciones de fotografías y documentos
sobre la dictadura; en una de ellas, ayer por la tarde,
vi a un grupo de muchachas que lloraban en silencio
mientras leían algunas cartas escritas desde
las cárceles por presos que después de
los que se perdió todo rastro.
El sábado estuve en un ‘escrache’,
una manifestación convocada por hijos de desaparecidos
frente al domicilio del general Videla: en la calle
Cabildo 639, 4º letra A, de asesino, (por si alguien
quiere escribirle) cumple arresto acusado del robo de
500 hijos de desaparecidas, allí oye misa y comulga
cada día. Y allí se concentraron unas
12.000 personas para atormentar su conciencia, en el
caso de que la tenga. Por cierto, que uno de sus vecinos
es el también general Ibérico Saint James,
que no está acusado de nada, pese a haber dejado
esta frase para la Historia de la infamia: primero
mataremos a los comunistas, después a sus cómplices,
más tarde a los indiferentes y finalmente a los
tímidos.
Por todas partes se convocan homenajes a los desaparecidos.
Se han editado y reeditado docenas de libros sobre el
tema; en el teatro Colón se organiza un concierto
en memoria de las víctimas de los militares;
e incluso en los partidos de fútbol de este fin
de semana --cuando se juega el clásico de la
máxima rivalidad, Boca Juniors / River Plate,
algo tan serio como un Real Madrid / Barcelona-- los
equipos saltarán al campo portando banderas con
el lema de nunca más. La noche del 23,
las madres de Plaza de Mayo han convocado una marcha.
Y el mismo día 24, una manifestación gigantesca
recorrerá el centro de Buenos Aires, reclamando
que nadie olvide el horror, y que los culpables sean
--tantos años después-- juzgados y castigados.
Hay un clamor inmenso pidiendo, exigiendo, que los 300
militares que permanecen detenidos en cuarteles, o en
sus propios domicilios, pierdan sus privilegios y que
sean internados en cárceles, junto a los presos
comunes. La propia ministra de Defensa ha declarado
que si de ella dependiera, esos centuriones con las
hojas de servicios pringadas de sangre, compartirían
celdas con los chorizos y los navajeros civiles. Y no
se descarta que en los próximos días el
presidente Kirschner anuncie la revocación del
viejo indulto que garantizó la impunidad de los
criminales uniformados.
El pasado fin de semana, en Montevideo, Mario Benedetti
me confesó el miedo profundo que había
pasado durante su exilio en Buenos Aires, cuando llevaba
en el bolsillo siete llaves de amigos para dormir cada
noche en una casa diferente. Y Eduardo Galeano me contó
que tomó la decisión de salir de Argentina
y exiliarse en España porque se asustó
de no sentir miedo en aquel clima de terror. Pero la
confidencia que me más me ha impresionado días
ha sido la de Elvira González Fraga, la compañera
de Ernesto Sábato, que me decía que el
escritor que elaboró la formidable acta de acusación
oficial contra la dictadura titulada Nunca más,
no sabe --a sus 95 años-- dónde ir estos
días a poner unas flores en memoria de los 30.000
detenidos, torturados, asesinados y desaparecidos por
los militares. ¿A dónde puedo ir a dejar
unas rosas?, preguntaba. Porque no hay ningún
sitio oficial donde rendirles homenaje, aunque permanezcan
en la memoria de todos.
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