HISTORIAS
MÍNIMAS:
7.
"Los compañeros que no existen". 22/2/2005
Hace
tiempo que quiero contar algunas anécdotas sobre
los ayudantes, aunque solo sea para demostrar que existen.
Casi todo el mundo sabe quienes somos los periodistas,
porque se nos ve y se nos oye, además de aparecer
en imagen un rótulo con nuestros nombres. El
público también supone que estamos acompañados
por operadores de cámara, porque si no, nadie
podría vernos. Incluso algunos conocen los nombres
de nuestros mejores operadores, como Jesús Mata
o de Evaristo Canete, de quienes a veces hemos hablado
aquí mismo. Pero muy poca gente, casi nadie,
sabe que hay un tercer integrante de los equipos de
enviados especiales: el reportero ayudante, que se encarga
del sonido, del material, de coordinar los envíos
por satélite, de manejar teléfonos, de
montar imágenes en el ordenador y de muchas cosas
más. Tipos imprescindibles, que además
empuñan la cámara cada vez que hace falta,
aunque no se les reconozca la categoría profesional
de operadores. Compañeros como José Martínez,
Fernando García Brioles y Carlos Días
Oliván. O Antonio Gálvez, quien todos
estamos de acuerdo en que es el mejor, aunque dejó
de viajar hace tres años diciendo que no quería
perderse ni un solo día de la infancia de su
hija.
Podría
estar toda la mañana contando anécdotas
de Antonio Gálvez. Por ejemplo, aquella noche
que nos jugamos inútilmente la vida en plena
guerra civil ruandesa para entrar en Kigali, cruzando
las líneas de fuego en un vehículo militar
con un coronel de nombre inolvidable... porque se llamaba
Kaka. El Coronel Kaka estaba completamente borracho
y le pegaba constantes bofetadas a su chófer.
Antonio tuvo que meterse hasta las rodillas en el barrizal
donde se atascó el coche, gracias a lo cual pudimos
seguir adelante. O aquella mañana en otra guerra,
a bordo de una avioneta en el norte de Somalia, cuando
el piloto confesó que no sabía dónde
estábamos y Antonio tuvo que desplegar la carta
de vuelo para orientarlo. O en el Congo, cuando en la
ciudad de Goma había 20.000 muertos en las calles:
no teníamos otra cosa que comer más que
las raciones de combate que yo robaba en la intendencia
de las tropas francesas, y Gálvez se encargaba
de guisotearlas, además de animarnos a Canete
y a mí con sus bromas, imitando la voz de Arguiñano
para decir que eran manjares con mucho fundamento.
O cuando tuvimos que entrar en la iglesia de Rukara,
pisando entre los cuerpos amontonados de centenares
de personas asesinadas a machetazos y Antonio repetía
para animarnos ‘no son de verdad, son muñecos
de cera.’ O el día en que logramos
salir por piernas de un barrio de Calcuta, con las ropas
hechas jirones y las caras bien calientes, por la paliza
que nos propinó una multitud indignada de que
filmáramos sus miserias. Horas después
nos reímos, recordando la imagen patética
de Antonio Gálvez abrazado a su mesita de mezclas
de sonido, sin soltarla pese a las docenas de puñetazos
que le propinaban, mientras gritaba ‘vámonos
de aquí, vámonos de aquí...’
O cuando nos apedrearon en Cité Soleil, el peor
rincón de Haití. O el miedo que pasamos
en Argel cuando mataron a las monjas españolas.
O la ridícula situación de mandar una
crónica desde la televisión de Kenya donde
junto a los equipos de transmisión por satélite
había un retrete rebosante de mierda, y Antonio
se encargó de coordinar el envío con el
teléfono en una mano mientras se tapaba la nariz
con la otra.
Es decir, que los ayudantes --como Antonio Gálvez--
comparten con los operadores y los periodistas los peores
y los mejores momentos. Pero no suelen compartir jamás
la pequeña fama ni la efímera gloria por
el trabajo bien hecho, que siempre es de un equipo,
pero lo firmamos solo los periodistas. De los ayudantes
no se suele hablar nunca. Ni siquiera para decir que
se han muerto. Por ejemplo, los telediarios no han dicho
que Antonio Gálvez, a sus 38 años, se
mató anteayer en un accidente de tráfico
cerca de Córdoba.
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