HISTORIAS
MÍNIMAS:
44. "Paradoja en la cocina".
27/12/2005
Estos
días de Navidad la comida parece ser el tema
de conversación favorito en los ascensores y
los pasillos de las oficinas, sustituyendo momentáneamente
al tópico del tiempo. Lo que más oigo
comentar a mi alrededor es lo que se cenó anoche,
o los platos que se preparan para el almuerzo familiar
que se avecina. Los telediarios se abren con la noticia
sobrecogedora del precio alcanzado por la merluza y,
como si nada más importante ocurriese en el mundo,
se entrevista a heroicos consumidores en el trance de
comprar medio kilo de langostinos... Todo esto me pone
de un humor espantoso. Debe ser cosa de mis traumas
personales y profesionales, porque no consigo separar
unos de otros, ni escapar a sus efectos. El caso es
que este festival gastronómico de participación
obligatoria provoca en mí el recuerdo doloroso
de las escenas de hambrunas que me ha tocado contemplar
y retratar. Y se me vuelve a encoger el corazón
con el sentimiento de impotencia que me atormentaba,
meses atrás, en Níger. El pobre hombre
que anoche protestaba en el Telediario del precio de
las angulas me inspiró compasión, no ante
la estafa comercial que aceptaba con gusto, sino por
su estupidez. ‘A la gente le encanta comer
dinero --me explicaba una amiga-- no les importa
si es carne o pescado lo que ponen en la mesa; cuenta,
sobre todo, que sea muy caro y que sus invitados lo
sepan.’ Escuchándola, yo recordaba
la escena tremenda que filmó Jesús Mata
en el sur de Etiopía: medio centenar de mujeres,
con sus hijos famélicos en brazos, reunidas en
espera de una limosna en forma de alimentos que no acababa
de llegarles. Para entretener el hambre de las criaturas,
les daban terrones de barro vegetal seco.
Una mañana, en el comedor para niños desnutridos
que mantiene el misionero Ángel Olaran en Wukro
--al norte de Addis Abeba-- una pequeñaja se
distrajo mirando a nuestra cámara, tropezó
y derramó el precioso contenido que acababa de
recibir en una tartera de plástico: un engrudo
del que dependía su supervivencia. La madre,
nerviosa, empezó a golpearla. Y yo pretendí
solucionar el conflicto que nuestra presencia había
ocasionado. Cogí a la niña de la mano
y la llevé a la cocina, con intención
de reponerle la ración perdida. Pero no quedaba
una sola cucharada de papilla. Se había repartido
hasta la última gota.
Días
atrás estuve en San Sebastián, dando una
conferencia sobre el hambre en el Diario Vasco. Presentó
el acto Pedro Subirana, uno de los cocineros vascos
más afamados, que regenta el carísimo
restaurante Akelarre, donde la comida es un lujo social
y cada plato se diseña y presenta como un placer
para la vista. Menuda contradicción, dije. Pero
resultó rica en matices. Porque Subirana --junto
a otros colegas de postín como Arzak, Berasategui,
Arbelaitz, Aduriz y Arguiñano-- apoyan activamente
una ONG llamada Janguela Solidaria, que mantiene
la alimentación distribuida por Ángel
Olaran a medio millar de niños huérfanos.
El célebre cocinero explicó que ya le
han enviado 71.000 euros (casi 12 millones de pesetas)
y pretenden conseguir otros 520.000 euros (unos 86 millones
de pesetas) para asegurarle el suministro de comida
durante cinco años. Un acto de Humanidad. Tras
elogiar el empeño, mi incurable impertinencia
me llevó a sugerir a Subirana algo que podría
contribuir a la humanización de su enriquecida
y despilfarradora clientela: como postre obsequio de
la casa, servir un platillo con una de las papillas
que se sirven en el comedor infantil de Wukro, sin advertirles
de qué se trata, hasta que le pregunten qué
es ese engrudo incomestible. Saber, después de
una cena suculenta, que esa pasta es lo único
que ingieren miles de criaturas podría hacerles
meditar. Claro que pensar en el hambre después
de una comilona supone un riesgo para la digestión...
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