HISTORIAS
MÍNIMAS:
43. "Dos clases de chorizos".
20/12/2005
A
mi llegada a Barajas, tuve que entrar, como casi siempre,
en la oficina de la Aduana nº 1 donde sellan los
documentos de las cámaras y todo el equipo técnico
de televisión, cada vez que lo sacamos al extranjero
y lo volvemos a traer. Allí, en la antesala de
la Aduana, donde los guardias civiles completan sus
tareas de vigilancia para impedir cualquier clase de
contrabando, volví a presenciar una escena que
no deja de sorprenderme aunque la haya contemplado muchas
veces: los agentes metían en pequeños
contenedores los objetos de los que acaban de incautarse
y que, por ser alimentos perecederos, estaban destinados
a una rápida destrucción en un horno de
cremación. La mayoría eran embutidos:
distintas clases de salchichones y chorizos, productos
cárnicos que la Unión Europea prohibe
entrar en su territorio. Siempre da pena que una sabrosa
barra de salami acabe en la basura. Pero en este caso
mi pena era más honda, y con raíces más
sentimentales que gastronómicas. Porque los frustrados
propietarios de los embutidos no eran contrabandistas,
sino un grupo de hombres y mujeres humildes recién
llegados de Ecuador. Inmigrantes, con muy pocas monedas
en sus bolsillos, que seguramente habían hecho
el esfuerzo de comprar algo típico de su país
para regalárselo a los familiares o amigos que
ya tenían en España, o que traían
para comer los primeros días, si no para mitigar
su previsible nostalgia. Acababan de llegar y ya se
habían llevado el primer disgusto, despojados
de su pequeño tesoro alimenticio, en virtud de
una legislación que desconocían. Es
una lástima, reconocía uno de los
guardias civiles, y seguramente esa gente cree que
se los quitamos para comérnoslos nosotros...
Yo me acordé de lo que contaba Camilo José
Cela, sobre una vez que le pasó lo mismo en el
aeropuerto de Nueva York. Le impidieron entrar un los
Estados Unidos con un chorizo que llevaba en su maleta
y, antes de permitir que se lo arrebatasen y lo destruyesen,
se sentó en la sala de equipajes y se lo zampó.
El caso es que iba yo dando vueltas en mi cabeza a los
inmigrantes y sus salchichones cuando crucé las
puertas de salida. Y de pronto me encontré metido
en un enorme revuelo. Junto a la fila de espera de los
taxis, un hombre yacía en el suelo sangrando
aparatosamente. Habían intentado robarle y, como
se resistió al tirón, le habían
asestado un par de cuchilladas. Enseguida lo metieron
en un coche y se lo llevaron, mientras un individuo
se alejaba corriendo perdiéndose de vista por
el estacionamiento, con su botín en las manos.
Nadie lo persiguió. La gente a mi alrededor se
quejaba de que no hubiera policía, aunque todo
el mundo supiera que las llegadas de Barajas son un
permanente coto de caza donde ladrones profesionales
buscan víctimas cada mañana y cada tarde.
Alguien indignado repetía que esto está
lleno de chorizos. Y yo asocié sus palabras
con la escena que había visto en la aduana, donde
un grupo de guardias civiles combatían a los
ingenuos contrabandistas de embutidos. Esa
y no otra era su función. Pero resultaba inevitable
pensar que habrían estado mejor al otro lado
de la puerta, dejando en paz a los salamis ilegales
para vigilar y detener a los chorizos humanos
que son habituales en el aeropuerto, y esa misma mañana
habían robado y apuñalado a un hombre.
En fin, así de absurdas son las cosas.
|
|
|