HISTORIAS
MÍNIMAS:
42. "Encuentro con la vida
(y con Galeano)". 13/12/2005
(Desde Buenos Aires)
Montevideo
es una sombra nostálgica de lo que fue, treinta
años atrás. Una ciudad pequeña,
siempre batida por el viento, de la que han desertado
los jóvenes tras verse derrotados y obligados
a abdicar de los viejos sueños revolucionarios.
Quedan algunas huellas arqueológicas
de su antigua inquietud: las librerías de viejo.
Informatizadas, pero conservando espléndidos
cascarones ambientales en el barrio del puerto. Establecimientos
que invitan a hurgar en estanterías y sentarse
a hojear volúmenes ya leídos por otros.
Tiendas donde es un placer comprar, a diferencia de
esos comercios de papeles, modernos almacenes de best
sellares, tan impersonales y lujosos que despiertan
la tentación de llevarse los libros sin pagarlos,
como en un mínimo acto de justicia social. Sin
embargo, a diferencia de las librerías, los cafés
de Montevideo han desaparecido, como si ya no tuvieran
sentido los refugios urbanos para el encuentro y la
conversación. En uno de los pocos cafés
que se han resistido a desaparecer, llamado Brasileiro
y enclavado en una de las callejas portuarias desde
1897, me cité con uno de los hombres más
lucidos de América, el escritor Eduardo Galeano.
Hacía ya más de veinte años que
no nos veíamos, pero en la charla pareció
que no se hubiera producido ese vacío temporal.
Y sobre la mesa saltaron los temas habituales: el cambio
de la política y de la vida, la humillación
de aceptar las absurdas limitaciones sociales que nos
van imponiendo, el recuerdo triste de las gentes que
conocimos y acabaron traicionando sus propias convicciones,
la caótica reducción final de algunas
ideologías a simples máscaras de ideas,
los ideales humanos que parecen olvidados... Dos horas
intensas, salpicadas de pequeñas anécdotas
personales. Entre ellas, recordamos la que Eduardo plasmó
en un breve escrito: cuando decidió dejar abierta
la puerta de la jaula donde vivía un hamster
para que el animalito pudiera salir y corretear por
la habitación. Horas después lo encontró
pegado a un rincón de la jaula, temblando de
miedo frente a la puerta abierta. Tenía uno de
los miedos más comunes en el hombre: el miedo
a la libertad. Hablamos entonces de Eloísa, una
perrilla nacida en un albergue de Protección
de Animales que llegó a mi casa en el bolsillo
de mi chaqueta, todavía sin haber abierto los
ojos. La criamos con biberón y el primer día
que la sacamos a la terraza miró hacia arriba
y, aterrada, abrió las patas y se tumbó
con la panza pegada al suelo. Le asustaba la inmensidad
del espacio que acababa de descubrir. Tal vez sentía
el mismo miedo al cielo, ese vértigo al revés,
del que se protegía bajo un paraguas el cura
retratado por Ramón Sender en su ‘Crónica
del alba’.
Al salir del Brasileiro, con las huellas de todo lo
hablado aún frescas en mi ánimo me encontré
con uno de esos mimos callejeros que permanecen inmóviles
como estatuas. Envuelto en una sábana negra,
con careta esquelética, pretendía ser
la muerte. Extraña idea, esperar que alguien
le diera unas monedas a la muerte. Pero debía
de funcionarle. ¿Habremos perdido el miedo a
morir? En todo caso, me disgustó volver a encontrarme
con la estampa de la muerte en una esquina, convertida
en algo jocoso, después de haberme cruzado con
ella tantas veces en tantas guerras, tantos campo de
refugiados, tantas hambrunas, tantos escenarios de miseria...
Me refugié en un bar, escasamente acogedor, rogué
que bajaran el volumen del inevitable televisor y pedí
un café con un dulce. A los pocos minutos entró
un niño de ocho o diez años. Vendía
bolígrafos. No quise preguntarle quién
era ni dónde vivía, como suelo hacer.
Me limité a cerrar la operación comercial
que me proponía. Pero, nada más pagarle,
el crío me pidió que le diera una cucharadita
de mi flan con dulce de leche. Tomó dos o tres,
sonrió y se marchó. En ese breve tiempo
borró mi anterior impresión de la muerte.
Porque era la imagen de la vida, peleando por abrirse
paso en circunstancias difíciles. Alguien que
empezaba un combate desigual, incierto, que sin saberlo
se disponía a luchar por las mismas cosas de
las que hablaba Eduardo Galeano.
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