HISTORIAS
MÍNIMAS:
40. "Una mujer distinta".
18/10/2005
No hace falta viajar hasta Ruanda, Bolivia
o Camboya --por citar algunos escenarios habituales
de estas historias mínimas-- para encontrar
historias que nos conmuevan, o en las que nos veamos
reflejados con nuestras propias ilusiones o miserias.
La verdad es que basta con mirar alrededor y escuchar,
que es algo menos frecuente cada día, en una
sociedad cada vez más ciega ante las pequeñas
cosas fundamentales de la vida, en plena globalización
atontadora. Por eso, la historia de hoy tiene una protagonista
que he conocido en mi propia casa. Para no desvelar
su identidad, diré que se llama Alicia que es
un nombre siempre asociado a maravillas. Se trata de
una mujer rumana, que salió hace algo más
de dos años de una pequeña aldea al pié
de los Cárpatos, en una zona rural de atraso
y pobreza semejante a nuestra Castilla profunda de hace
sesenta años, y se vino a trabajar a España.
Dejó atrás a su esposo y a sus dos hijos,
con la promesa --que nunca ha dejado de cumplir-- de
mandarles dinero, el dinero que no había en sus
tierras rumanas. Alicia siguió los pasos de su
cuñada Angela, una mujer decidida y emprendedora,
con más carácter y cultura que ella, que
proviene de un medio urbano más avanzado como
es la ciudad de Timisoara. Se instaló junto a
ella, en un piso del extrarradio madrileño, y
empezó a trabajar como asistenta.
Un día, hace ya tiempo, Alicia apareció
en mi casa para reemplazar provisionalmente a su cuñada,
que venía --y aún viene-- a plancharnos
la ropa. Tenía poco más de treinta años,
aunque aparentaba casi cincuenta; llevaba su pelo negro
recogido, y vestía de colores muy oscuros. No
se maquillaba y unas cejas muy gruesas le daban un toque
ceñudo de pocos amigos a su permanente expresión
de recelo. En seguida demostró ser cumplidora
y honrada, con un sentido de la dignidad que le hacía
rechazar las propinas. Vino unas cuantas veces, y después
estuvimos sin verla una larga temporada, aunque Angela
nos contaba que estaba bien, que tenía trabajo
y se adaptaba cada vez mejor a la vida española.
Este verano, Angela se marchó de vacaciones a
Rumania. Y Alicia volvió a reemplazarla. Al llegar
a casa, no sólo no la reconocí sino que
pregunté quién era aquella muchacha tan
atractiva y sofisticada que estaba planchando mis camisas.
Alicia iluminó con una sonrisa su rostro, exquisitamente
maquillado y depilado; lucía con garbo una melena
rojiza, y exhibía su buena figura embutida en
unos pantalones sabiamente ceñidos. Era otra
mujer, veinte años más joven y completamente
distinta a la que yo conocí recién llegada
de Rumania. Nos contó que ya disponía
de permiso de trabajo y residencia, e iba a traerse
a sus dos hijos a España, ya que su marido había
muerto víctima de una cirrosis. Alicia se casó
a los diecisiete años y parió enseguida
a su primer hijo. Durante años, su vida transcurrió
en torno al fogón, el lavadero y los apeos de
labranza. Ahora, empujada a la emigración por
la pobreza, Alicia está viviendo una segunda
vida.
He querido contar esta historia sin importancia, sin
dramatismo, mil veces repetida entre tantos de los inmigrantes
que, por fortuna, nos rodean y trabajan entre nosotros,
porque estoy seguro de que muchos oyentes de la vieja
Castilla, de Galicia, Andalucía, León,
Murcia y tantas partes de España que supieron
lo que era el hambre en los años 40 y 50, habrán
recordado la historia de alguien cercano. De una mujer
de su familia o su vecindario, que se fue a servir a
Madrid, a Barcelona u otra ciudad. Y que cambió
tanto como ha cambiado Alicia, aunque no fuera tan deprisa
porque los tiempos que corrían eran más
difíciles. Porque la verdad es que Alicia ha
cambiado tanto en sólo cincuenta y tantos meses
como nuestra sociedad en cincuenta y tantos años.
|
|
|