HISTORIAS
MÍNIMAS:
39. "La desgracia de ser
pobre". 11/10/2005
La verdad es que hoy me he venido a
la radio sin saber de qué hablar. No porque no
encontrara un tema sino por todo lo contrario: por no
saber cual de los temas que se me ocurren escoger. Ya
sabes, Julio, que cada vez me conmueven más las
tragedias. Y que suelo reaccionar airadamente, protestando
indignadamente de las injusticias que hay detrás.
Pues esta semana no me faltan tragedias donde escoger.
Por una parte, el huracán Stan en Guatemala y
El Salvador, que es el drama de dos países empobrecidos,
sin medios para hacer frente a la desgracia, a diferencia
del paso del Katrina en agosto por el sur de los enriquecidos
Estados Unidos. Dicen que este Stan ha peor y más
destructivo de lo que fue el Huracán Mitch, que
se cebó en Honduras, Nicaragua y El Salvador
a comienzos de noviembre de 1998, es decir, hace casi
siete años. Recuerdo que entonces un hombre,
abatido en su desesperación, derrumbado en el
suelo de un improvisado centro de acogida cerca de Managua,
me decía que había nacido pobre y había
vivido en la miseria toda su vida. Y que sólo
entonces, cuando la furia del viento y la lluvia le
había arrebatado lo poco que tenía, es
cuando alguien se había acordado de su existencia
y había ido en su ayuda. Lloraba al decirme que
si esa ayuda hubiera llegado antes que el huracán,
su casa no estaría destruida y sus hijos no habrían
muerto. Tenía razón: lo devastador no
son los huracanes o los terremotos, sino la miseria
de los países que arrasan.
Lo mismo ocurre en la Cachemerira paquistaní,
que es otro de los dramas que nos amargan los telediarios
estos días. El terremoto se ha llevado a los
más pobres, ha destrozado los hogares más
frágiles, ha destruido unas infraestructuras
más débiles. Y he recordado a una mujer,
que se lamentaba frente a las ruinas de su casa en la
ciudad de Dellys, repitiendo casi las mismas palabras
del nicaragüense: se caían las peores viviendas,
‘morimos siempre los más pobres’.
Creo que ya he visto todos los huracanes y todos los
terremotos, tengo incluso la sensación de conocer
todos los infiernos de pobreza donde los desastres naturales
no hacen más que acelerar la muerte lenta, la
no-vida de millones de personas que carecen de lo más
elemental. El dolor es siempre el mismo. Y lo peor es
que no se hace nada por evitarlo. Nos conformamos con
enviar algo de ayuda de urgencia, para olvidar enseguida
la situación de fondo, la extrema pobreza en
que quedan abandonados los supervivientes de huracanes
o terremotos. Sin embargo, cuando se presenta una ocasión
de cambiar algo las cosas, como eran los planes del
milenio de Naciones Unidas, el proyecto global de lucha
contra la pobreza y el hambre, las naciones más
poderosas de la Tierra les ponen todas las trabas posibles
y hacen que la ocasión se pierda.
En fin, había un tercer tema del que me habría
apetecido hablar hoy. Porque ayer, buscando materiales
para el reportaje que estoy preparando para el Informe
Semanal del próximo sábado, encontré
unas imágenes dolorosas sobre inmigrantes expulsados
del paraíso laboral donde habían soñado
ganarse un futuro. Eran docenas de hombres cabizbajos,
humildemente vestidos, devueltos a su país por
una policía implacable... pero no eran los africanos
rechazados por España y expulsados por Marruecos.
Eran los españoles que volvían a la España
del franquismo, expulsados por los patronos alemanes
y suizos. La misma historia de hoy, pero vivida --sufrida--
por unos blancos idénticos a esos negros que
vemos estos días llorando con amargura. Y que
son como éramos nosotros hace treinta años.
Aquellos tenían la piel blanca y estos la tienen
negra, pero sus pequeñas y justas ambiciones
eran las mismas. Y su desgracia, también: ser
pobres.
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