HISTORIAS
MÍNIMAS:
38. "Los que saltan la valla".
4/10/2005
Nos habíamos acostumbrado ya
a la tragedia de las pateras --si es que uno puede acostumbrarse
al dolor-- cuando nos sorprenden los patéticos
asaltos masivos a las alambradas de Ceuta y Melilla.
Hace mucho tiempo que los periódicos y los telediarios
dejaron de contarnos las historias de los inmigrantes
que llegan clandestinamente a nuestras costas, jugándose
la vida. Acaso porque se trata de una noticia repetida.
Pero estos días los medios de comunicación
se han llenado con los dramas personales de esa legión
famélica y desharrapada que, provista de escaleras
artesanales, intenta cruzar la valla que los separa
del bienestar. Por una vez se les ha dejado hablar,
explicar qué necesidades los empujan y qué
sueños acarician. Leer y escuchar sus relatos
nos conmueve. Pero, sobre todo, nos ayuda a entenderlos.
A saber que no hay que tener miedo de esas pequeñas
multitudes de africanos que se juegan la vida, tanto
en las pateras como en el asalto a las alambradas, porque
su única ambición es trabajar para comer.
Ayer la última página del diario El País
estaba dedicada a un bautizo en la iglesia de Nuestra
Señora de África, en Ceuta. El niño,
negro como el carbón --hermosamente negro-- había
nacido en territorio español gracias a la valentía
de su madre, una camerunesa llamada Flore Chimi, que
logró llegar a Ceuta cuando estaba embarazada
de ocho meses. Flore empleó el llamado método
del motor humano, es decir, se jugó la vida
en el mar embutida en un traje de neopreno y aferrada
a un flotador, con un nadador marroquí empujándola
a base de batir las piernas durante horas. Parió
aquí, entre nosotros, pero perdió de vista
a su marido durante meses. Hasta que el viernes pasado,
de madrugada, el padre de la criatura bautizada consiguió
saltar la valla, pese a estar enfermo con una pleuresía
y quedó ingresado en el hospital militar.
Hay otras historias igualmente humanas, emocionantes,
sorprendentes, que nunca llegaremos a conocer. ¿Quién
era, qué ambicionaba, el hombre que acabó
desangrado por los cortes de esas cuchillas criminales
que coronan la alambrada que separa el territorio español
del marroquí? ¿Cómo llegaron hasta
allí, que pretendían, qué habían
dejado atrás, los que han muerto a balazos en
el asalto nocturno a la valla? Lástima que su
aventura terminara tan mal. Lástima para ellos
y para nosotros. Lástima, no haber podido escucharlos,
conocerlos, compartir unos minutos de sus sueños.
Porque muchos son personas estupendas, que podrían
aportarnos mucho.
La gran Maruja Torres contaba el domingo la historia
de Manuel Bravo, un angoleño que se suicidó
hace menos de un mes en Bedforshire, cerca de Londres.
Le habían denegado el asilo político y
lo habían confinado en un campo de detención.
Lo separaron de su pequeño hijo Antonio, que
entregaron en acogimiento a una familia británica.
Y lo iban a expulsar de Inglaterra. Manuel sabía
que su hijo sería expulsado con a él,
que perdería la posibilidad de crecer y vivir
en Europa. Y para conjurar ese futuro de miseria, se
ahorcó. Es decir, se sacrificó para lograr
que su hijo tuviera el cariño de otra familia,
fuera a la escuela y tuviera un futuro. Toda una lección
de amor, frente a un sistema político despiadado.
Manuel, el angoleño, tampoco ha podido hablarnos.
Por él, por miles como él lo hicieron
hace dos o tres años, dos niños llamados
Yaguiné Koita y Fodé Tounkara. (Los recordarás,
Julio, aunque no te digan nada sus nombres) Eran estudiantes
de bachillerato. Tenían 14 y 15 años.
Murieron congelados, cuando intentaban colarse en Europa
ocultos en el tren de aterrizaje de un avión
que llegaba desde Guinea Conakry. En sus bolsillos llevaban
una carta, escrita en francés. Si exponemos
nuestras vidas --decían-- es porque
se sufre demasiado en África (...) Sean ustedes
nuestro apoyo y nuestra ayuda. Les suplicamos, por el
sentimiento que tienen ustedes por sus hijos, a los
que aman para toda la vida...
En fin, todas estas historias demuestran que las informaciones
periodísticas y los editoriales que se escriben
sobre los inmigrantes suelen contener un error de enfoque:
dicen que esas pobres gentes quieren entrar en España
en busca de una vida mejor, que sueñan con ingresar
en el paraíso del bienestar; cuando realmente
lo que quieren (no es entrar sino) salir del infierno,
escapar de la miseria sin otro horizonte que la muerte.
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