HISTORIAS
MÍNIMAS:
36. "Siente a un rico en
su mesa". 13/9/2005
Cuatro
correos coinciden en mi ordenador, con cuatro voces
amigas que viven la angustia cotidiana de la pobreza,
la enfermedad o el hambre.
Ángel Olaran me escribe desde Wukro, en el norte
de Etiopía. Dice que está lloviendo bien,
y eso es una bendición, porque supone la única
garantía de que centenares de miles de familias
campesinas tendrán algo que comer en los próximos
meses. pero me cuenta también que no paran de
llegar hasta su misión los enfermos de sida,
y las mujeres con niños gravemente desnutridos
en sus brazos.
José Collado me escribe desde Maradi, en la zona
de Níger más golpeada por el hambre; cuenta
que la ayuda alimentaria, por fin, está empezando
a llegar. Pero no es suficiente. Nunca es suficiente
lo que se envía a países donde el atraso
y las carencias extremas son males crónicos.
Y Niger está considerado, en la última
estadística elaborada por las Naciones Unidas,
como el país más pobre del mundo.
Waldina Martínez me escribe desde Biryogo, uno
de los barrios más humildes de Kigali, la capital
de Ruanda. Uno de los lugares donde la incidencia del
sida es mayor en África. Me explica que sigue
suministrando con éxito tratamientos a centenares
de enfermos. Pero que la situación social a su
alrededor continúa siendo de carencias extremas.
Por último, un jesuita tocayo mío al que
no tengo aún el gusto de conocer personalmente,
me escribe para invitarme a visitar una zona de Honduras
sumida en la miseria desde la caída internacional
de los precios del café. Una parte del mundo
que ya conozco, donde sufren el mismo problema que en
sus vecinas Nicaragua o Guatemala: los cultivos de café
han sido abandonados por falta de rentabilidad, y sus
trabajadores (que realizan una tarea agrícola
sumamente especializada) se ven expulsados de los lugares
donde habían levantado sus humildes hogares de
adobe.
Con todas esas cartas en la cabeza --supongo que podemos
seguir llamando cartas a lo que ahora se llaman correos--
escucho el debate que las principales organizaciones
humanitarias españolas mantienen con cierta sordina:
cómo hay que responder a las peticiones de ayuda
lanzadas por el gobierno de los Estados Unidos. La duda
común a todas las grandes ONG se resume en una
pregunta que suena como una amarga paradoja: cuando
no es suficiente la ayuda que se envía los rincones
más pobres del planeta, ¿debemos enviar
recursos a la nación más rica y poderosa
de la Tierra? El país con mayor número
de millonarios, cuyos gobernantes siempre han tenido
a gala el adelgazamiento social del Estado frente a
las todopoderosas corporaciones económicas privadas,
nos pide que le mandemos cosas tan elementales como
mantas o alimentos enlatados.
¡Que insensatez! Cuesta más dinero enviárselos
que comprar esos productos allí, en cualquier
mayorista norteamericano. ¿Tenemos que echar
mano de los stoks de emergencia, que resultan imprescindibles
cuando el huracán azota países como Bangla
Desh, para enviarlos a la millonaria América?
¿O se trata de que demostremos simpatía
y solidaridad con el gigante herido? A mí todo
esto me suena como aquella antigua campaña caritativa
de ‘siente un pobre a su mesa’ (que
Berlanga retrató ácidamente en la película
Plácido), pero en una versión renovada
y aún más perversa, que podría
titularse ‘siente un rico a su mesa’.
Cierto que las pobres gentes de Louisiana que más
han perdido con el huracán Katrina no son precisamente
ricos. Pero son los pobres más ricos del mundo.
Ya quisieran las gentes de Níger, de Etiopía,
de Swazilandia, de Camboya, de docenas de países
míseros, cambiar sus chozas de paja o adobe por
la miseria suburbana de Nueva Orleans. Como desearían
los miles de refugiados, de desplazados por las guerras
olvidadas de Sudán o Liberia, que los albergaran
tan mal como a las gentes desalojadas por el Katrina.
Esas pobres gentes son los pobres que hacen posible
la riqueza más extrema en el país más
rico. Un país que no necesita nuestra ayuda,
y tampoco se esfuerza jamás en buscar las simpatías
de los demás.
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