HISTORIAS
MÍNIMAS:
35. "El final de la castidad".
6/9/2005
Vamos a hablar de Swazilandia: uno de
los países más pequeños de África,
con sólo un millón de habitantes, enclavado
en el corazón de Sudáfrica, junto a la
frontera de Mozambique. Un país bellísimo,
que tuve la fortuna de recorrer hace algunos años,
en el que contrasta un cierto desarrollo con el mayor
atraso social y político.
Hace pocos días se celebró en Swazilandia
la fiesta de las cañas. Se trata de una ceremonia
en la que miles de muchachas adolescentes, supuestamente
vírgenes, danzan ante el rey Mswati III, un monarca
absoluto y corrupto, que a sus 37 años tiene
ya 13 esposas y no se priva de lujo alguno mientras
la mayoría de sus súbditos sobrevive con
un euro diario. Y el caso es que entre esas bailarinas
doncellas, el rey tiene derecho de escoger pareja para
aumentar su harem.
La cuestión es que el rey decretó el año
2001 una prohibición de que las muchachas menores
de 18 años mantuvieran relaciones sexuales. Se
trataba de un intento oficial de poner coto a la plaga
del sida, que afecta casi a la mitad de la población
de Swazilandia. Para lograr que tal prohibición
fuera respetada, se dispuso que las vírgenes
adolescentes llevasen en el pelo una borla de colores
azul y amarillo, a modo de advertencia de que ningún
hombre debía intentar pasar los límites
del amor platónico. Y se hizo saber que sobre
quien vulnerase la prohibición recaería
como multa la entrega de una vaca, lo que supone una
verdadera fortuna. El propio rey, que se encaprichó
de una moza de 17 años, se impuso a sí
mismo la multa en cuestión e hizo entrega pública
de una vaca. En cuanto a las adolescentes obligadas
a la castidad, las que se negasen a llevar el pompón
azul y amarillo se encontrarían con que en sus
colegios les negarían el paso a las aulas.
En
fin, esa ley de castidad forzosa tenía
una vigencia de cinco años. Pero un año
antes de lo previsto, el rey Mswati III decidió
su derogación. Dicen que porque quería
escoger otra esposa, cosa que hizo este fin de semana.
Y la reina madre, que se adorna con el majestuoso título
de Gran Elefanta, se ha desgañitado
repitiendo que las jóvenes debían administrar
su recobrada libertad sexual con prudencia, para no
ser víctimas del sida.
África
prácticamente no existe para nuestros medios
de comunicación. Tan solo se publican noticias
de sus golpes de estado, y de las hambrunas, plagas
o desastres naturales que azotan a sus naciones empobrecidas.
A veces saltan a los periódicos asuntos curiosos
como este, que dan una imagen folklórica, de
exotismo absurdo. El riesgo es que, entre las tragedias
y el sainete, se ofrezca al público una sensación
de superioridad cultural, política e incluso
moral. Sin embargo, los europeos estamos muy lejos de
ser superiores a los africanos. Somos, simplemente,
más ricos; infinitamente más ricos. Lo
que nos choca son diferencias culturales que nuestro
desconocimiento y nuestra incultura. Pero si nos paramos
a pensar veremos que somos muy parecidos:
-- Ese baile de las cañas no es otra cosa que
el europeo baile de las debutantes, o las más
modestas fiestas de puesta de largo de las
adolescentes de familia adinerada.
-- Esas borlas que advierten a los hombres de que una
muchacha les está prohibida, no es más
que una seña social como el anillo que aquí
avisa de que una hembra ya tiene marido, o el luto que
proclama el dolor oficial de una viuda.
-- Ni siquiera debe parecernos ridículo ese título
real de Gran Elefanta que ostenta la reina
madre en Swazilandia. Recuerdo haberme reído
viendo en un Nodo la pompa y circunstancia con que el
general Franco recibió la orden del Gran Elefante
Blanco que le fue concedida por Thailandia, y que convertía
a su esposa, Carmen Polo --conocida popularmente como
la collares-- como gran elefanta consorte.
-- Incluso recuerdo la celebración católica
de la semana de la virginidad, que Luis Carandell
recogió en su Celtiberia Show. Y las invitaciones
a la castidad adolescente las repitió el papa
Woytila hasta la saciedad, sin que los jóvenes
católicos dejaran de sonreír...
Lo
cierto es que los seres humanos somos tan ridículos
aquí como en Swazilandia. Y que nuestra sonrisa
ante asuntos como este del fin de la castidad decretado
por el monarca Mswati III debe ser, sobre todo, de comprensión.
|
|
|