HISTORIAS
MÍNIMAS:
34. "Se acabó el verano".
30/8/2005
Los finales de verano siempre me han
puesto insoportablemente nostálgico, es decir
mucho más insoportable de lo que ya resulto habitualmente.
Ya sé, Javier (no hace falta que me lo digas)
que lo que se terminan son las vacaciones, y que de
verano quedan aún tres semanas largas. Pero,
diga lo que diga el calendario, el verano son julio
y agosto. Lo que queda de verano oficial en
septiembre no es más que calor y pereza. Lo bueno
del verano se acaba, y cuando esta semana termine se
nos habrá agotado o escapado otro verano más.
En fin, mi nostalgia veraniega no es por el veraneo,
que me parece una costumbre atroz que no practico. Porque
lo entiendo como una fuga absurda, imposible, casi una
obligación social, un hábito
de consumo masivo y, en muchos casos, esfuerzo inútil
por huir de la realidad en vez de afrontarla. Mi nostalgia
no es, desde luego, por esas playas atestadas donde
los veraneantes se disputan cada centímetro de
arena, ni por esos restaurantes abarrotados, ni mucho
menos por las fiestas del lugar con la pesadilla insomne
del tachún-tachún hasta la madrugada,
ni siquiera por esos viajes supuestamente exóticos
en vuelos inciertos.
Lo que siento es una cierta tristeza anticipada por
la pérdida de unos momentos de íntima
libertad, aunque solo sea aparente. Esa misma sensación
de perder algo, cuando un verano se acaba, la he tenido
siempre, toda mi vida. Sobre todo, de niño. Porque
el verano es aún más especial para los
niños. Que concluyera significaba alejarme de
mi pandilla de amigos en Sitges, de las mañanas
de playa, las tardes de bicicleta y las noches de cine
al aire libre; volver a Madrid era renunciar a las excursiones
a parajes potenciados por la imaginación infantil,
como el viejo cementerio abandonado de Xafra, recorriendo
el pedregal de una riera. Después, de adolescente,
con el verano terminaban las salidas nocturnas con charlas
entre colegas hasta la madrugada, y se interrumpían
aquellos amores iniciales... porque el verano invitaba
a pasear de la mano y el besarse bajo las estrellas,
antes de someterse otra vez a la disciplina de septiembre.
Más tarde, esta época suponía la
elaboración de proyectos y la inminente adquisición
de nuevos compromisos, personales o profesionales. Pero
a esa excitación se unía la tristeza de
saber que nos separábamos irremediablemente de
amigos y compañeros de universidad.
Con el paso de los años, el final del verano
acumula recuerdos e invita a hacer recuento de bajas,
en ilusiones y personas. Se va otro verano sin haber
acabado de ser felices, pese a los esfuerzos que hemos
hecho por parecerlo. Se nos escapa la niñez de
nuestros hijos, como se escapó la nuestra.
Sin embargo, a veces, para muchos es hasta un alivio
que el verano acabe. Ayer, en los telediarios, una psicóloga
--tan insufrible y relamida como suelen ser los psicólogos
de guardia de los que echamos mano los periodistas cuando
no tenemos casi nada que decir-- explicaba que en verano
siempre aumentan los crímenes domésticos,
eso que ahora se denomina violencia de género.
Y atribuía la causa al mayor número de
horas de convivencia entre familias que a penas se ven
y casi no se hablan durante el resto del año.
En verano es mucho --demasiado-- el tiempo para estar
juntos en el salón, sea del hogar propio o del
apartamento de alquiler, y entonces la gente que ya
no se quiere descubre que se odia. (Que, después
de todo, es también una manera de, al menos,
sentir algo por el otro más allá de la
mortal indiferencia que se disimula gracias a las exigencias
laborales). Un buen amigo me confesaba hace pocos días
que en verano es cuando más se alegra de haberse
divorciado, porque odiaba las vacaciones obligatorias
en la playa, y que ahora disfruta paseando con su perro
en la soledad de un Madrid con las calles vacías
y libre de la crispación que volverá a
reproducirse pasado mañana, cuando empiece septiembre.
Yo siento que pierdo algo de mí mismo, al final
de cada verano. Tal vez sea solo la longitud de las
tardes, los helados de media noche, o el tener las ventanas
abiertas. Quizá es que, como en Navidades, me
haga consciente de que ha pasado un año más.
Y me consuelo pensando que esta nostalgia que presiente
al otoño equivale a acariciar recuerdos, a atesorar
pequeñas huellas --incluso cicatrices-- de la
propia vida. Pero, caramba, me preparo el mal humor
invernal sabiendo que nuestros amados jefes,
como los humoristas suelen llamar a esos personajes
tan molestos, volverán de sus vacaciones con
la misma frustración. Y que volveremos a encontrarnos
en el trabajo con esos colegas --porque compañeros
es una palabra demasiado hermosa-- que sólo saben
hablar de fútbol. Este año será
de Robinho en vez de Figo. ¡Qué le vamos
a hacer, se acabó otro verano!
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