HISTORIAS
MÍNIMAS:
4.
Un héroe americano 24/01/2006
La pasada semana falleció, a la edad de 62 años,
un antiguo piloto de helicópteros llamado Hugh
Thompson. Su nombre no le sonará a casi nadie
y, sin embargo, para mí fue el soldado más
heroico de cuantos combatieron en Vietnam. Porque (el
16 de marzo de 1968) Thompson efectuaba un vuelo de
reconocimiento cuando se produjo la matanza de civiles
en la aldea de My Lay (o Mai Lei, como lo pronuncian
los yanquis) donde un pelotón de soldados enloquecidos,
bajo las órdenes del teniente William Calley,
asesinó a decenas de campesinos. Thompson vio
desde el aire lo que estaba pasando y aterrizó
con su helicóptero en medio del tiroteo, para
detener el exterminio. Ordenó que su tripulación
abriera fuego contra los soldados de su propio ejército
si fuera preciso y salvó a los aterrados supervivientes
vietnamitas, transportando a un grupo de mujeres y niños
lejos de las iras criminales de sus propios compañeros
de armas. Después, Thompson denunció lo
ocurrido. Estalló el escándalo. Y el teniente
Calley --solo el teniente Calley, ningún otro
de los que cometieron aquel crimen-- fue juzgado y condenado
por asesinato.
Con aquel acto de conciencia y heroísmo, Thompson
torpedeó su carrera militar. Se vio marginado,
fue considerado como un traidor e incluso recibió
amenazas de muerte. Tuvieron que pasar 30 años
para que le concedieran una medalla en reconocimiento
a su heroísmo por haber rescatado de la muerte
a aquel puñado de seres indefensos. Se la impusieron
en el Monumento a los Caídos en Vietnam, un lugar
que --por cierto-- parece avergonzar al gobierno norteamericano
tanto que exige que los periodistas obtengamos un permiso
escrito para filmarlo, mientras podemos retratar libremente
la Casa Blanca o el Pentágono. La academia de
West Point y otras instituciones castrenses invitaron
a Thompson a pronunciar conferencias sobre las obligaciones
morales de los combatientes. Pero sus palabras se las
llevó el viento, y su ejemplo ético ha
sido sistemáticamente ignorado. Los últimos
ejemplos de ello han sido las fotografías de
comportamientos denigrantes de oficiales norteamericanos
en la cárcel de Abú Grahib, o la noticia
que ayer mismo publicaban los periódicos, con
la condena del suboficial Lewis Welshofer por la muerte
de un general iraquí mientras lo torturaba durante
un interrogatorio... aunque solo le espera una condena
de tres años de cárcel que no llegará
a cumplir.
Asesinos
como el teniente Calley, de dolorosa y vergonzante memoria,
ha habido y hay muchos, en cuantas guerras se han organizado
durante las últimas décadas, desde Vietnam
hasta Irak. Y sus actuaciones criminales han sido ocultadas,
incluso recompensadas. Lo que no parece haber son soldados
como Thompson, capaces de mantener limpias sus conciencias,
de oponerse a la barbarie militar que transcurre a su
alrededor, y de denunciar las atrocidades. Por eso es
bueno recordar la figura de aquel piloto heroico que
trató de impedir la matanza de My Lay, cuando
los derechos humanos están en su punto más
bajo de los cincuenta últimos años. Porque
parece que nos estemos acostumbrando al horror, y aceptemos
sin protestar aberraciones como la existencia de cárceles
sin ley como la que mantienen los norteamericanos en
Guantánamo o, aún peor, esas prisiones
secretas que el gobierno de George Busch ha creado en
distintos lugares del mundo, sin que sepamos donde están,
ni quienes permanecen confinados en ellas, ni --por
supuesto-- cuantos son torturados y asesinados en su
interior. Crímenes que son posibles, entre otras
cosas, porque ninguno de los militares norteamericanos
destinados en esos centros clandestinos tiene la dignidad
y la valentía que demostró Hugh Thompson
en Vietnam.
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