HISTORIAS
MÍNIMAS:
32. "Pequeñas y grandes
tragedias". 16/8/2005
¡Creo que las tragedias colectivas
se entienden mejor con la historia de un solo drama,
personal o familiar, que a partir de las grandes cifras.
Y de los numerosos desastres a los que me ha tocado
asistir, lo que me suele venir a la memoria son casos
concretos, que ejemplifican en una sola persona o en
unas pocas el dolor común de miles de víctimas.
Por ejemplo, de la devastación causada por el
huracán Mitch en América Central, a comienzos
de noviembre de 1998, recuerdo la figura quebrada de
un hombre, en las inmediaciones de la ciudad nicaragüense
de Posoltega. Allí, cerca de la frontera con
Honduras, el derrumbamiento de una ladera del volcán
Casitas con su cráter repleto de agua de lluvia,
sembró la desolación en más de
ochenta kilómetros cuadrados, causando centenares
de muertos. Aquel hombre que nunca he olvidado vagaba
solo, caminando de un lado a otro de la enorme lengua
de barro que había sepultado su aldea. Bajo sus
pies, en alguna parte, yacían su esposa --con
la que llevaba tres años casado-- y sus dos hijos,
de dos años y cinco meses respectivamente.
‘Toda mi vida está ahí, enterrada
con mi familia’, repetía una y otra
vez.
Ahora,
recién vuelto del Níger, de contemplar
los estragos causados por el hambre --en una tragedia
a la que nuestros medios de comunicación a penas
están dando importancia-- la imagen que ha quedado
fijada en mi memoria ha sido la de una mujer de 22 años,
musulmana y perteneciente a la mayoritaria etnia hausa,
llamada Nana Buei. Aparecía brevemente en el
reportaje que emitió Informe Semanal el pasado
sábado. Y conté su historia más
detalladamente en un reportaje publicado el domingo
por el diario El Mundo.
A
Nana, que aparenta mucho más edad de la que tiene,
la casaron con sólo doce años, es decir,
poco después de que se le presentara la primera
regla. Pero tuvo suerte, porque fue un matrimonio entre
familiares. O sea que la casaron con un muchacho pocos
años mayor, llamado Abdú: un campesino
tan pobre como ella, pero al que conocía y quería,
mientras algunas de sus amigas eran entregadas en matrimonio
a desconocidos de edad avanzada a cambio de algo de
ganado o dinero. Nana no tardó en quedarse embarazada,
dio a luz un hijo prematuro y lo vio morir en sus brazos
a los pocos días. Después, Nana pareció
haber quedado estéril. Ella explicaba que ‘sentía
una pena tan honda que su cuerpo no podía tener
más hijos’. Y su marido, que quería
descendencia, se avergonzaba de que no lograra quedarse
embarazada. Porque en el África tradicional la
vida de una mujer carece de sentido si no tiene hijos.
Sin ellos no existe la familia, ni se puede pensar en
el futuro. Abdú podía haberla repudiado,
pero no quiso hacerlo. Prefirió tomar una segunda
esposa, que rápidamente le dio los hijos que
quería: seis en ocho años.
Nana
creía que nunca volvería a ser madre.
Ayudaba a que la otra mujer sacara adelante a su numerosa
prole, y se sentía menospreciada. Hasta que,
inesperadamente, se quedó embarazada. Pero su
alegría acabó trocándose en preocupación.
Porque dio a luz gemelos. Dos bocas que alimentar, en
plena sudir, que es como los hausas llaman
al periodo de escasez crónica entre junio, cuando
empiezan a escasear las reservas de grano, y octubre,
cuando llega la nueva cosecha. Y en un año en
que esa sudir estaba agravada por los efectos
devastadores de una plaga de langosta y una larga sequía.
Es decir, que Nana parió en el peor momento.
Pero su tragedia comenzó cuando comprobó
que sus pechos estaban secos. Nana no tiene leche para
amamantar a sus hijos. Y su marido había vendido
las cabras para comprar algo de grano. Así que
lo único de que dispone para criarlos es agua
del pozo con azúcar.
Por
eso, Nana mira con miedo a los pequeños Hassan
y Houseini, que, como buena musulmana, son los nombres
que ha puesto a los gemelos. La matrona del pueblo pasa
junto a ella día y noche, pendiente de la evolución
de las criaturas, ya que en muchos kilómetros
a la redonda no hay un solo médico al que recurrir.
Y Abdú las observa desde su propia choza, a la
vez que mira constantemente al cielo y cuenta los días
que pasan sin que llegue la lluvia: quince, cinco más
de la edad que tienen sus hijos. El mijo ha empezado
a brotar. Y el agua es imprescindible para que acabe
de desarrollarse. Pero el último riego divino
se retrasa mientras las vidas de los pequeños
amenazan con apagarse.
Nana
a penas levanta la mirada del suelo y mantiene un gesto
de amargura que tal vez responda a siglos de fatalismo
y resignación ante un destino insuperable. Una
expresión indescifrable que resume la tragedia
de miles de madres en Níger, que estos días
ven enflaquecer y morir a sus hijos, sin nada con que
alimentarlos. Porque --hay que repetirlo una vez más--
son ochocientos mil los niños afectados por el
hambre en el país que ocupa el segundo lugar
en las listas de la pobreza mundial.
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