Encabezamiento Vicente Romero
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CRÓNICAS EN RNE


HISTORIAS MÍNIMAS:


29. "Cajas de recuerdos". 26/7/2005


No parece que el calor, el sol abrasador de estos días, invite a la nostalgia. Pero a veces la nostalgia, incluso un cierto pesimismo sentimental, resultan inevitables. Y he venido a la radio dándole vueltas a algo que tiene confundida a una buena amiga. Resulta que una tía suya, ya anciana y que vive sola, desde hace algún tiempo se dedica a recoger docenas de pequeñas cosas que atesora en su casa, y las mete en cajas que regala a sus familiares más cercanos. Figuritas de cristal, piezas de porcelana, joyitas de bisutería, muñecos, ceniceros... esas cosas que a todos se nos van pegando con el paso de los años, que nos regalan o recogemos, y constituyen recuerdos. Objetos de escaso valor material, pero de enorme valor sentimental para su dueño, que es el único que conoce su significado, el único que podría explicar en que circunstancias se apropió de un objeto que para él simboliza algo añorado, una persona, un lugar, un momento...

Mi amiga no sabe qué hacer con todas esas cosas que su tía insiste en regalarle, cada vez que va a verla. Intuye que su tía está empezando a despedirse del mundo. Y que, inconscientemente, intenta transmitir a los demás pequeños pedazos de su vida, las huellas que algo o alguien dejó en su memoria, que se ocultan dentro de cada uno de esos objetos tan cuidadosamente empaquetados. Cosas que dieron sentido a unos sueños que ya no puede retener, porque sabe que el final ya está a la vuelta de cualquier hoja del calendario, pero que no se resigna a que desaparezcan cuando ella deje de existir. Por eso no mi amiga no es capaz de rechazarlos, ni tiene corazón para deshacerse de ellos, tirándolos a la basura. La verdad es que yo tampoco sé qué haría si alguno de mis familiares o amigos me entregara un cargamento semejante de figuritas y objetos inútiles.

Conservo desde hace años una caja con los objetos de mi padre: un mechero de plata, un reloj, un catálogo de vinos de la bodega de mi abuelo en Jerez de la Frontera, unos gemelos... No me los dio él. Simplemente los recogí, después de su muerte, no fui capaz de desprenderme de ellos y los conservo desde hace más de treinta años. Creo que puedo aproximarme a los recuerdos que a él le aportaban, porque los vi en sus manos y me habló de ellos. Pero he abierto esa caja muy pocas veces. No me hace falta hacerlo, pero sé que está ahí, en un rincón de mi despacho. Y me disgustaría que cayera en otras manos, en poder de alguien que ignorase su valor sentimental.

En fin, acaso también yo debiera preparar ya mi propia caja de recuerdos personales, seleccionar un puñado de pequeñas cosas cuyo valor sentimental no conozca nadie, y empaquetarlas. Pero no para regalarlas, sino para darles sepultura yo mismo. Quizá todos tendríamos que cumplir ese ritual intransferible, para preservar nuestros más íntimos secretos de posteriores miradas ajenas, y evitar que --un día-- alguien no sepa qué hacer con nuestros recuerdos. Pero hay que tener mucho valor para destruir esos pedazos materiales de nuestra propia memoria. Es más fácil ponerlos en manos de un ser querido, con la esperanza inconsciente de que los sentimientos que nos evocan logren sobrevivirnos.
 

 
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Última actualización:
14-Aug-2005
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