HISTORIAS
MÍNIMAS:
26. "Las lágrimas
de Letcicia". 5/7/2005
(Voy
a hablar de una niña de la que he hablado varias
veces aquí, durante los últimos años)
Conocí
a Leticia Baibene hace veinte años, cuando ella
solo tenía once años. Y desde entonces
no ha pasado mes o semana sin que la recordara. Porque
Leticia es una de las personas que más hondamente
me ha impresionado, de cuantos seres humanos he tenido
ocasión de conocer. Estaba yo en Argentina, en
1985, rodando un reportaje que se tituló ‘Los
niños de la infamia’, sobre hijos
de detenidos desaparecidos. Alguien me habló
de Leticia y me fui en su busca a la ciudad de La Plata,
a solo una hora en coche de Buenos Aires. Leticia y
su hermano menor vivían con su abuela, desde
que los militares primero mataron a su padre y después
secuestraron a su madre. Mientras paseábamos,
la niña me confió sus más amargos
recuerdos. Con la voz quebrada, me contó cómo
un grupo de hombres armados --grandotes, decía
ella-- se llevaron a su mamá entre empujones,
después de arrancarle de los brazos al bebé
al que estaba dando un biberón. Habían
pasado varios años sin que supieran qué
había sido de ella, desaparecida en las mazmorras
de la dictadura. Y cuando yo le pregunté qué
habría que hacer con aquellos asesinos, alzó
la mirada buscando mis ojos, forzó una sonrisa
y dijo ‘detenerlo y juzgarlos, porque la Justicia
está para eso, ¿no?’. A lo
largo de la conversación, Leticia se mordió
constantemente los labios en un esfuerzo inútil
para evitar que se le escapasen las lágrimas
mientras hablaba. Cuando acabó la entrevista
le pedí que me diera un beso. Se me colgó
del cuello y los dos rompimos a llorar.
La
serenidad, el dolor y la madurez de aquella niña
conmovieron a los espectadores. Y se publicaron varios
comentarios en la Prensa sobre la lección ética
que la pequeña Leticia había dado entre
sollozos. Doce años después, volví
a buscarla y a entrevistarla. Leticia aún se
preguntaba cual habría sido el destino de su
madre, pero hacía ya tiempo que había
perdido la esperanza de que se hiciera justicia. Había
pasado demasiados años deseando que un día,
inesperadamente, llamaran a la puerta y fuera ella.
Nadie le informó de su muerte, ni de dónde
estaban sus restos. Tampoco se aclaró quienes
fueron los autores de su secuestro, ni la identidad
de sus carceleros y sus verdugos. No hubo juicio ni
castigo para los culpables de su desaparición.
Ahora,
hace unos días, volví a ver a Leticia.
Tiene ya 31 años y es madre de una niña
de seis años, tan dulce y parlanchina como ella.
Su marido también es hijo de desaparecidos, y
gracias a la indemnización que el Estado argentino
les concedió habían podido comprarse una
casa. Cuando la llamé por teléfono me
dijo que tenía cosas importantes que contarme.
Sentados, tomando un café, me explicó
que un buen día recibió la visita de una
mujer que aseguraba haber sido compañera de celda
de su madre, años atrás, en una de las
cárceles clandestinas de la dictadura. Le explicó
que había pasado cerca de un mes junto a ella,
mientras las torturaban a las dos, y que su consuelo
era hablar de sus dos hijos hasta que un día
la trasladaron, lo que en el siniestro eufemismo
castrense significaba que la mataron e hicieron desaparecer
su cadáver.
En
ese momento de la charla, Leticia sacó una minúscula
cajita de cartón, la abrió y extrajo un
pendiente. Su madre había intercambiado los pendientes
con su compañera de prisión, un par de
días ante de morir. Y aquella pieza de bisutería
era un valioso regalo que Leticia recibió, con
años de retraso porque durante mucho tiempo aquella
mujer no se había atrevido a ir a verla. Pero,
finalmente, Leticia tenía algo que le permitía
hacer el duelo por su madre. Una prueba de
su estancia en prisión, un testimonio de su sufrimiento
y de su muerte, así que ya no esperaría
más un regreso imposible. Leticia apretaba el
pendiente, jugueteaba con él, lo acariciaba,
mientras hablábamos. De pronto, nos callamos
los dos. Nos miramos a los ojos, sin poder hablar ni
aguantarnos más el llanto. Nos cogimos de la
mano, nos abrazamos y lloramos. Hasta que rompimos a
reír, sin dejar de llorar.
La
verdad es que conozco muy poco a Leticia. En veinte
años solo la he visto tres veces. Pero la quiero
con todo mi corazón. Porque en su sonrisa y en
sus lágrimas está toda la humanidad, la
dignidad y la grandeza de la que carecen los centuriones
de la dictadura, los asesinos uniformados que secuestraron,
torturaron, asesinaron o hicieron desaparecer a 30.000
personas como los padres de Leticia Baibene.
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