HISTORIAS
MÍNIMAS:
25. "Mi inútil
sentido de culpa". 28/6/2005
Todavía
estoy confundido por la pequeña tontería
que hice ayer por la tarde, y que me sumó --una
vez más-- en la constatación de mis propias
neurosis. Resulta que en vez de irme a ver la rumba
de los amantes de Teruel, como habría correspondido
a quien visita esta ciudad por primera vez --y más
si tiene una cierta propensión romántica
en su ánimo, como me ocurre a mí-- cedí
a la tentación de quedarme en el hotel, para
meterme en el spa que alberga en sus sótanos.
Ya se sabe que un spa (del latín salutem
per aqua) es como un balneario moderno, con sus
varias piscinitas de agua templada, sus jacuzzis,
sus duchas de aguas perfumadas, sus desagradables baños
escoceses con chorros helados y abrasadores, sus
pequeñas saunas seca y húmeda...
En
el fondo, pese a todo lo que mi bendito oficio me ha
hecho viajar, yo soy un pobre paleto, como la mayoría
de los españoles... excepto esos borjamaris
de cultivada estupidez que retrata magistralmente Forges.
No me da vergüenza reconocer que nunca había
estado en un spa, aunque sí conociera
algunos viejos balnearios centroeuropeos. Y ayer me
sentí ridículo, en ese ambiente tontaina
y decadente, con luz violeta y bombillitas de colores
en el techo, como estrellas artificiales, deambulando
en bañador entre una docena de zombies bajo aquella
luz incierta; gentes silenciosas, que evitaban mirarse
unas a otras y manifestaban su gozo como la pena en
un funeral, con la misma prudencia y casi idénticos
ademanes.
Es
cierto que disfruté un buen rato de los variados
chorritos y chorrazos de agua. Pero de pronto me asaltaron,
en tropel, mis propios recuerdos de otros lugares muy
diferentes a aquel sótano alienado. Me vino a
la cabeza la tremenda noria humana --brazos y cubos
de plástico-- formada por media docena de hombres,
esforzándose en arrancar unos litros de agua
cenagosa en un agujero en el suelo, que vi hace unos
meses en un árido rincón de Etiopía.
Recordé después a las gentes sedientas
del sur de Sudán, con los labios tan agrietados
como sus tierras resecas. Y también a enjambres
de críos, jugando en las charcas de países
que tienen agua pero donde escasea todo lo demás,
como Camboya. Finalmente, añoré los cielos
de verdad, llenos de estrellas, en las noches oscuras
de África sin electricidad. Así que me
quedé paralizado, en la piscina mayor del spa,
con un chorro potente de agua castigándome la
espalda, con la mente fija en aquel poema de Brecht
que tantas veces me he repetido: “Me dicen
‘¡come y bebe, goza de cuanto tienes!’
/ Pero, ¿cómo puedo comer y beber / si
al hambriento le quito lo que como / y al sediento le
falta mi vaso de agua? / Sin embargo, como y bebo.”
Está
visto que soy un antiguo, además de un paleto.
Pero cada día que pasa me identifico más
con aquel verso de Alberti ‘yo era un tonto
y lo que he visto me ha hecho dos tontos’.
Era un tonto, que temía no entender nada de lo
que ocurría en el mundo, cuando empecé
en este oficio. Ahora, todo lo que he visto me ha hecho
dos tontos: un tonto que sigue sin entender nada, y
un neurótico, con un inútil sentido de
culpa, que le impide divertirse tontamente en un spa.
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