HISTORIAS
MÍNIMAS:
3. "Los que no existen".
17/1/2006
Hoy es uno de esos días en que,
en vez de los cinco o diez minutos que me corresponden,
podría hablar durante una hora entera, contando
una tras otra docenas de pequeñas historias,
que son grandes tragedias personales. Porque llevo unos
cuantos días rodando un reportaje para Informe
Semanal sobre esos hombres y mujeres que no existen,
que carecen de los papeles imprescindibles para que
el sistema --el despiadado sistema económico
en que vivimos-- reconozca su existencia. Son esas gentes
que llegaron en patera o saltaron las alambradas de
nuestra frontera en el sur, y malviven entre nosotros
sin poder trabajar. Dicen que permanecen en nuestro
país unos 30.000, de los más de 100.000
inmigrantes sobre los que se dictaron órdenes
de expulsión imposibles de cumplir. Los he buscado
en encontrado en distintos rincones de Madrid: al amanecer,
en ese punto de contratación de mano de obra
clandestina que hay en las cercanías de la estación
de Atocha; al atardecer, refugiados en los huecos de
la antigua muralla árabe, detrás de la
catedral; por la noche, en los albergues de la Cruz
Roja; por la mañana, en las clases de español
de algunas ONG.
Entre
las numerosas historias que he oído de sus bocas,
hay dos que se me han quedado especialmente prendidas
en la memoria. La primera se la escuché a una
de las veinte mujeres que, en una dependencia de la
ONG Kirubu, se esforzaban en aprender nuestro idioma
con sus hijos recién nacidos en brazos. Empezó
su relato con una sonrisa en los labios pero, poco a
poco, su rostro se fue endureciendo y sus ojos se humedecieron.
Contaba que había llegado en una patera, con
un embarazo muy avanzado. Y que, tras cumplir ese absurdo
mes de internamiento en un centro de detención
que la Ley fija, se vio empujada a la calle cuando estaba
a punto de parir. Le dijeron ‘eso es Madrid, apáñatelas
como puedas’. Entonces empezó a buscar
un lugar donde parir, como una perra callejera. No tenía
más que la ropa que llevaba puesta. Alguien la
condujo a Karibu, donde el padre Antonio --un antiguo
misionero en Burundi-- le proporcionó una cama.
Y allí alumbró una niña, de la
que decía, llorando, que ‘no tiene padre
ni tiene papeles; no tiene nada, no es de ninguna parte
y no sé qué va a ser de ella.’ Yo
pensaba ingenuamente que, por haber nacido aquí,
automáticamente sería española.
Pero parece que conseguir nuestra nacionalidad resulta
mucho más difícil.
La
segunda historia conmovedora me la contó un chaval
camerunés. Era una más, en nada diferente
a la de miles de otros de sueños de prosperidad
largamente acariciados, aventuras imposibles y frustraciones
dolorosas, vividas por inmigrantes subsaharianos. Historias
de desarrapados, de fugitivos del hambre que van a seguir
llegando hasta nosotros en pateras o saltando alambradas.
Me decía aquel muchacho, de la misma edad que
mi hijo, que había fracasado siete veces en su
intento de cruzar esa alambrada maldita de Melilla,
coronada por afiladas cuchillas. Que siempre regresaba
a tierras de Marruecos con el cuerpo cosido a cortes,
pero que logró saltar la verja al octavo intento.
Explicaba que cada vez había sentido un miedo
tremendo, que sabía que la Guardia Civil vigilaba
al otro lado, pero que cerraba los ojos y se lanzaba
contra los alambres y las cuchillas, porque era la única
posibilidad de escapar de la miseria, el único
camino hacia una vida mejor.
El
mayor dolor y la mayor vergüenza los sentí
en un albergue de la Cruz Roja, cuando se senté
en el comedor a charlar con una veintena de hombres
y me expusieron los gestos de desprecio que sufren cada
día. Uno explicaba que había quien se
tapaba la nariz en el metro, a su lado. Otro, que una
mujer había rechazado el asiento que le cedía.
‘Nos desprecian porque somos negros’, se
quejaban. Y yo les explicaba que los españoles
no somos ángeles; que hay tipos incultos, racistas.
Pero que seguramente la mayoría de quienes los
despreciaban no lo hacían porque fueran negros,
sino simplemente porque son pobres. Que si estuvieran
bien vestidos y llevaran los bolsillos llenos de billetes,
todo el mundo los adoraría aunque siguieran siendo
negros. Porque esta sociedad en la que se empeñan
en incrustarse solo respeta el dinero.
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