HISTORIAS
MÍNIMAS:
20. "La más
conmovedora historia de amor". 24/5/2005
Días atrás, en una aldea
de Liberia cercana a la frontera de Guinea Conakry,
conocí a los protagonistas de una conmovedora
historia de amor. Íbamos --mis compañeros
Jesús Mata, Fernando Romera y yo-- de un pueblo
a otro, en busca de algunos de los 12.000 niños
soldados que, una vez finalizada la guerra, han quedado
abandonados a su suerte. (Y, con ayuda de algunas organizaciones
humanitarias, ya habíamos localizado a numerosos
antiguos combatientes infantiles o adolescentes.)
Comprobamos que muy pocos habían tenido la suerte
de estar donde todos deberían haber acabado sus
desdichadas aventuras militares: en escuelas o centros
de formación profesional. Sin embargo, visitamos
un colegio donde el general Zach --que antes de centurión
había sido maestro-- había reagrupado
a cerca de 400 chavales, que habían combatido
a sus órdenes siendo niños, y los tenía
como alumnos. Pero era un caso excepcional.
Casi todos los jovencísimos veteranos de guerra
se gastaron alegremente el puñado de dólares
--creo que 300-- que las Naciones Unidas dieron como
ayuda a cuantos entregaron las armas. Y ahora tienen
que buscarse la vida como pueden. Muchos mendigan o
delinquen. Los que intentan trabajar tropiezan con la
desconfianza que suscita ese pasado de drogas y violencia
que es común a todos los niños soldados.
Así, en la ciudad de Ganta encontramos a más
de una docena, que se habían agrupado en una
banda callejera, y trabajaban en lo que salía,
como recaderos o conductores de moto taxis. Parecían
tipos duros y desafiantes. Pero, a poco que se pegara
la hebra con ellos, se descubría que tan sólo
eran adolescentes faltos de cariño. Y muchos
mantenían aún la mirada franca y limpia
de la niñez. Como Fayiah Tamba, que había
conseguido un puesto de aprendiz, en un taller de mecánica.
Fayiah nos contó que los guerrilleros lo secuestraron
cuando tenía once años y lo convirtieron
en soldado. Quedó así separado para siempre
de su familia, que al final de la guerra no quiso saber
más de él. Ahora lleva siempre colgado
al cuello el carnet de excombatiente, donde figura su
fecha de nacimiento. Tiene diecisiete años. Mala
suerte porque, si tuviera un año más,
recibiría una paga mensual de 25 euros. Pero
los menores no tienen derecho a pensión alguna.
De todas aquellas historias, la que más nos impresionó
fue la de Miriam y Garret, que formaban una jovencísima
pareja de enamorados y compartían un pasado trágico,
ella con quince años y él con dieciséis.
Garret fue reclutado cuando sólo tenía
once años. Sus jefes le dieron una pistola y
le dijeron que, cuando asaltaran una aldea, podía
secuestrar a la mujer que más le gustara. Y Garret,
naturalmente, raptó a una niña de su edad:
Miriam. Ambos combatieron juntos durante más
de tres años. La guerra los separó durante
una temporada, pero volvieron a encontrarse. Y se enamoraron.
Finalmente, cuando llegó la paz, decidieron permanecer
unidos y emprender una vida nueva. Lograron encontrar,
entre una torrentera de refugiados, a la madre de Miriam.
Y comparten con ella una habitación alquilada
en una casucha de adobe. Carecen de casi todo, incluso
pasan hambre, pero tienen unas enormes ganas de vivir.
Miriam, que está embazada de ocho meses, nos
confesaba que casi todas las noches duerme mal. Porque
revive en sueños cuando la obligaron a cortar
a hachazos los dos brazos de un prisionero. A su lado,
Garret intentaba explicarnos que sus jefes los drogaban
con algo que los enloquecía, y durante dos o
tres días eran capaces de cometer cualquier atrocidad
sin darse cuenta de lo que hacían. Al borde del
llanto, los dos adolescentes aseguraban que todos aquellos
horrores formaban parte del pasado. Y que lo único
importante es el futuro.
Sin embargo su futuro se presenta muy difícil,
sin un trabajo fijo. Garret y Miriam lo afrontan con
enorme determinación. Hacen planes, se atreven
a soñar, incluso ríen cuando dicen que
esperan tener cuatro hijos. Los sostiene su amor, que
nació en las tinieblas de la guerra y continúa
en el caos de la paz. Y verlos cogidos de la mano, paseando
al atardecer y cuchicheando, como dos adolescentes cualquiera
en cualquier rincón del mundo, invita a creer
que los seres humanos somos capaces de superar todas
las adversidades de la vida.
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