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CRÓNICAS EN RNE


HISTORIAS MÍNIMAS:

18. "Nuestros desconocidos más cercanos". 10/5/2005

El sábado pasado, en Informe Semanal, me tocó contar una historia fascinante, dentro de un reportaje sobre los españoles que se habían visto arrastrados por el torbellino de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Junto a los testimonios de dos supervivientes del campo nazi de exterminio de Mauthausen, y al del guerrillero comunista José Gros --que peleó heroicamente contra las tropas alemanas en tierras de Ucrania-- aparecía un miembro de la División Azul, cuya peripecia personal resulta increíble.

El teniente Olona de Armenteros, que había hecho nuestra guerra civil con 17 años, fue uno de aquellos 46.000 muchachos que Franco envió a combatir en el frente ruso, tras embutirlos en uniformes alemanes y hacer que prestaran juramento de fidelidad a Hitler, en una descabellada cruzada antibolchevique. Olona ganó una Cruz de Hierro y, tras volver a España, fue destinado a Praga. Allí conoció a una muchacha, con la que vivió una apasionada historia de amor. Un día, ella le reveló que era comunista y pertenecía a la resistencia contra los nazis. Entonces, el teniente español ayudó a salvar un puñado de vidas de quienes hasta entonces había considerado sus enemigos. Pero finalmente fue descubierto, detenido y acusado de traición por los alemanes. Y se salvó de que lo fusilaran gracias a la intervención de uno de los jefes militares de la ocupación, que había sido compañero suyo de juergas, y de un coronel español que se lo trajo de nuevo a España. Acabó la guerra y Olona se llevó la sorpresa de que el gobierno comunista de Checoslovaquia reconociera su apoyo a la resistencia con una Estrella Roja, medalla que nunca llegó a recoger. Así, aquel teniente se convirtió en el único oficial condecorado por los dos bandos enfrentados en la guerra.

Estos hechos insólitos --que son dignos de una novela o del guión de una película-- constituyen una historia fascinante, porque demuestran que los sentimientos de tienen siempre mucha más fuerza que la ideología política. Pero quedó fuera del reportaje otra parte aún más interesante, que no tenía cabida en el breve tiempo de Informe Semanal. Y es la situación en que se desenvuelve la última etapa de la vida del teniente Olona. A sus 85 años, después de haber trabajado durante mucho tiempo como periodista en RNE (primero como corresponsal y después al frente de los centros de Asturias y Cuenca) su corpachón de atleta responde bien, pero su memoria está carcomida por el mal de Alzheimer, que le arrebata, jirón a jirón, el único tesoro que nos queda en la vejez: los recuerdos. Y un hombre que vivió tan intensamente ha olvidado la mayor parte de su larga y azarosa existencia. Entre otras cosas, aquella aventura sentimental y política de Praga. Pilar, su hija, me explicaba que a veces el viejo guerrero se duerme en un sillón y habla, como si el sueño le hiciera recuperar la memoria perdida. Ella lo escucha y después le pregunta. Pero él, ya despierto, es incapaz de responderle. No recuerda nada de los hechos que a él le habría gustado contar y a ella escuchar.

He tratado de imaginar esa escena íntima entre los dos, ese diálogo imposible, frustrante. Y me ha hecho pensar que si nuestros hijos empiezan a resultarnos enigmáticos cuando crecen y comienzan a guardar sus propios secretos, nosotros somos siempre les somos unos desconocidos, porque a penas saben nada de la vida que vivimos antes de que ellos existieran. Y nunca llegarán a saber muchas cosas que sentimos o pensamos cuando éramos distintos a como somos ahora. No es cuestión del mal de Alzheimer. Basta con esos silencios que cada día acumulamos, mirando la televisión a la hora de comer. Las cosas que callamos, las pequeñeces que dejamos de compartir, nos van distanciando. Y cuando un día queramos sentarnos a descifrar los sueños del otro, tratando de hilar las palabras que pronuncie de modo inconsciente, ya será tarde. Porque, al despertar, las ilusiones siempre se desvanecen y se olvidan.
 

 
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Última actualización:
11-May-2005
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