HISTORIAS
MÍNIMAS:
17. "Un viejo pistolero
fascista". 3/5/2005
Hoy
me siento más libre, como periodista y como ciudadano.
Porque he tenido un largo pleito por un par de palabras
justas, y lo he ganado en el Tribunal Supremo. (Aunque
mejor sería decir que lo ha ganado Jerónimo
León, el abogado de TVE)
Jorge
Cesarsky, un viejo pistolero fascista argentino se querelló
cuando lo definí así, como viejo pistolero
fascista, en un reportaje sobre los militares asesinos
del Río de la Plata. Y la Audiencia Nacional
nos condenó a TVE por atentar contra su honor.
Y yo estaba dispuesto a pasar una temporada en la cárcel
por negarme a pagar un solo euro a un pistolero fascista.
Pero no ha hecho falta: el Tribunal Supremo ha dicho
que no hay delito en llamar a las cosas por su nombre;
que Cesarsky es un pistolero, un delincuente
que usa pistola, y que el fascismo es la causa
de la violencia criminal que ha practicado.
Ahora,
dictada sentencia, puedo contar la pequeña historia
de cómo Cesarsky se cruzó un par veces
en mi camino, siempre para mal. La primera fue en Buenos
Aires, en 1976, cuando me denunció como agente
subversivo ante el portavoz de la sanguinaria dictadura
del general Videla. Un español que trabajaba
en aquel centro militar, Manolo Gil Navarro, me avisó
de que el pistolero Cesarsky había pedido que
uno de los llamados grupos de tareas me quitara
de en medio. Y que el teniente coronel Prandini le prometió
dar la orden de matarme. Esa misma noche me encontré
de frente a Cesarsky en la cafetería Richmond,
en la calle Florida. Yo estaba tan indignado que, sin
reparar en los gorilas que lo acompañaban, le
grité a la cara que era un asesino. Afortunadamente,
el famoso pistolero se rajó, admitió que
me había denunciado y aseguró en voz baja
que me darían un tiro en la cabeza. Como conté
todo aquello en una crónica para el diario Pueblo,
el coronel Prandini me llamó por teléfono
concediéndome un par de días para tomar
el avión si quería salir vivo
de Argentina.
Volví
a coincidir con Cesarsky meses después en Madrid.
Yo formaba parte de una manifestación que exigía
amnistía para los presos políticos, al
comienzo de la transición del franquismo a la
democracia. Cesarsky sacó una pistola y se la
ofreció a otro fascista, que asesinó a
un estudiante llamado Arturo Ruiz, a muy pocos metros
de mí. Por aquel crimen, fue condenado a seis
años y medio de cárcel, aunque después
se beneficiara de la amnistía política.
Pasaron
los años y el viejo pistolero fascista se convirtió
en un pelele mediático, que llegó a confesarse
en un programa basura de Antena 3, a cambio de unas
pesetas. Cuando el pobre diablo de Scilingo --asesino,
pero pobre diablo, que ha sido condenado a 640 años
de cárcel-- fue encarcelado, Cesarsky reapareció
en las calles de Madrid, insultando a los familiares
de los desaparecidos en Argentina. Y yo lo califiqué
con esas palabras que el Tribunal Supremo ha dictaminado
que estaban bien empleadas: pistolero fascista.
Para
ejercer la libertad es fundamental llamar a las cosas
por su nombre. Por eso hoy me siento un poco más
libre. Y lo sería mucho más --lo seríamos
todos-- si tipos tan repugnantes como Cesarsky no tuvieran
cabida entre nosotros. Hace años, en una manifestación
contra la dictadura, oí a alguien gritar ‘muera
Franco’; y otra voz le respondió ‘no,
que viva, pero que viva lejos.’ Ojalá
que todos los pistoleros fascistas vivieran
lejos, y no pudieran pasear impunemente por nuestras
calles la infamia de sus viejas complicidades criminales.
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