HISTORIAS
MÍNIMAS:
28.
Niño pobre, niño rico. 11/7/2006
Olga
tiene diez años y esa cara redonda, característica
de los indios mayas. La conocí en el mercado
turístico de Antigua, la vieja ciudad guatemalteca
enclavada entre dos volcanes (el del Agua y el del
Fuego) que ha recuperado el esplendor de su arquitectura
colonial gracias en buena parte a la ayuda de la Agencia
Española de Cooperación). Olga trabaja
por las tardes en un pequeño comercio de artesanías
locales, junto a sus padres. Pero por las mañanas
no falta al colegio, donde es la primera de la clase,
con sobresalientes en todas las asignaturas desde
que aprendió a leer. En España, en cualquier
país europeo (es decir, en cualquier enriquecido)
sus maestros dirían que se trata de una niña
prodigio y que, como tal, merece oportunidades
extraordinarias para desarrollar su inteligencia.
En Guatemala, en cualquier país empobrecido,
lo que dicen es qué lástima.
Los profesores de Olga saben que la niña es
un diamante en bruto, que nunca será bien tallado
y jamás podrá descubrir todas sus facetas.
Olga me contó que le gustaría ser maestra
y médico. Yo le respondí que eso costaba
mucho dinero. Y ella me contestó que ya se
lo habían explicado sus papás, que le
habían dicho que a lo peor no podía
estudiar nada.
Olga,
además de pobre, es niña. Y eso es un
lastre en un país con una discriminación
de género histórica, aunque su madre
es una mujer inteligente, emprendedora, que está
decidida a hacer un esfuerzo especial por esa humilde
niña prodigio, que es la cuarta de sus
hijos. Espero que pueda hacerlo, pero comprendí
difícil que lo tiene, después de visitar
su hogar: una casita de un solo espacio y un par de
ventanas, una cama y dos literas, un fogón
y una mesa donde Olga escribía sus deberes
con una caligrafía excelente.
Un par de días después de aquella visita,
en el avión de regreso a España, leí
y recorté una noticia de un periódico
de Miami, sobre el costo de educar a los hijos. Un
informe de la Administración estadounidense
aseguraba que las familias de clase media estadounidenses
invierten 8.896 dólares anuales en la educación
de cada uno de sus hijos. Es decir, un dólar
por hora. No sé lo que gastamos los europeos,
pero entre los presupuestos familiares y los del Estado
supondrá una fortuna. Una suma inalcanzable,
incluso difícil de imaginar para los padres
de Olga. Nuestros niños son, como nosotros,
unos privilegiados por la injusticia radical en que
se basa la economía del mundo.
Leyendo aquel artículo era inevitable recordar
a Olga, con su carita redonda, poniendo sus ilusiones
sobre la mesa en la penumbra de la única habitación
de su casa. Y sin embargo, la pequeña Olga
es también una privilegiada si la comparamos
con los niños que habíamos filmado en
el basurero de San Pedro Sula, en la vecina Honduras,
escarbando entre los desperdicios en busca de algo
qué comer. La imagen dolorosa, captada por
la cámara de Jesús Mata, se quedó
fija en nuestras retinas: mujeres buscando ropa desechada
--la mayor parte desgarrada antes de tirarla, para
que nadie pudiera aprovecharla--, hombres disputando
el magro botín del vertedero a las aves (los
negros y enormes zopilotes, de pesado vuelo) y los
críos llevándose a la boca los restos
de frutas y otras comidas ajenas. En fin, otra de
las muchas estampas dolorosas que ofrecen las entrañas
de la miseria. Una más entre las historias
mínimas de pobres y ricos, siempre repetidas
y escasamente contadas porque resultan demasiado amargas.
|