HISTORIAS
MÍNIMAS:
25.
Pobres y millonarios. 20/6/2006
Hoy
más que una historia mínima voy a proponerte
casi un editorial tan mínimo como imposible.
Porque tengo la boca amarga y las ideas revueltas por
dos noticias que ayer se contraponían en los
telediarios y los diarios hablados, dos noticias que
hoy aparecen en la piel de casi todos los periódicos:
la primera, que España se ha convertido en uno
de los países con mayor número de ricachones
en la parte enriquecida del mundo, que es la parte Norte
del Planeta. La segunda noticia, que se celebraba el
día mundial del refugiado, de los más
desdichados entre los empobrecidos del Sur del Planeta.
Los medios de comunicación son como se debe ser
--los franceses dicen que ils sont comme il faut--
y lo políticamente correcto es recoger la noticia
de la abundancia de millonarios españoles casi
como una curiosidad estadística. Sin embargo,
como yo no soy ni quiero ser políticamente correcto,
esa me parece una noticia triste. Y al leerla se me
viene a la cabeza aquella frase estupenda de Bertolt
Brecht, asegurando que detrás de toda gran
fortuna se oculta siempre un gran delito. Por más
que se esfuerce uno investigando, resulta imposible
encontrar a nadie que se haya hecho millonario a base
únicamente de trabajar... a no ser que denominemos
trabajo a la especulación inmobiliaria o bursátil,
a la explotación del trabajo ajeno, al incremento
artificial de los precios, a la usura bancaria o a cuantas
corruptelas disimula el sistema financiero con eufemismos
como inversiones oportunistas, comisiones de mediación
o stoks options. Lo que se dice trabajando
honradamente, dejando horas y años de la vida
en el tajo a cambio de un salario, nadie se ha hecho
rico. Pero constatar esta realidad es negar la supuesta
legitimidad moral de nuestro modelo económico,
desenmascarar la leyenda de la igualdad de oportunidades
o denunciar que el orden del mundo se rige por la despiadada
ley del máximo beneficio de los poderosos. Y
eso es de muy mal gusto. Sin embargo, no es una buena
noticia que cada vez abunden más entre nosotros
esos tipos con la cartera llena, las manos sucias y
el corazón hueco.
De los pobres se habla peor, generalmente enfocándolos
como un mero problema económico. Los pobres son
una molestia social, incluso un objeto de estudio para
los analistas económicos al servicio del sistema
financiero. Y precisamente ayer se celebraba el día
de los pobres más desamparados: los refugiados.
Menuda molestia, los refugiados. Millones de personas
que no quieren morirse, ni pasar hambre, y que nos avergüenzan
suplicando asilo y protección. La Comisión
Española de Ayuda al Refugiado denuncia que muchos
de los inmigrantes africanos que desembarcan de los
cayucos podrían considerarse perseguidos, porque
vienen de países devastados por la guerra o donde
son objeto de persecución tribal. Pero que no
solicitan asilo político simplemente porque desconocen
ese derecho y nadie les informa. La verdad es que no
se quiere hacerlo: habría que concederles residencia
y ayuda, como la que tuvieron miles de españoles
perseguidos y condenados al exilio durante el franquismo.
Los refugiados sirven, en definitiva, para justificar
la existencia de las organizaciones humanitarias: el
mundo enriquecido demuestra su buena conciencia gracias
a ellos. Y de su existencia se beneficia una biempagada
casta de funcionarios internacionales que los cuenta
y recuenta, los etiqueta y los mantiene confinados,
como quien los guarda en un armario político
durante años y años.
Dice Eduardo Galeano que de los pobres hemos conseguido
saberlo casi todo. Que una legión de expertos,
‘los pobrólogos los estudian y nos
ofrecen los datos actualizados: cuántos son los
pobres, en qué trabajan cuando trabajan, qué
no comen, cuanto no pesan, cuanto no miden, qué
no piensan, que no votan, en qué no creen...’
Señala Galeano que sólo nos falta
saber por qué los pobres son pobres. Pero
esa pregunta es tremenda y no conviene que se sepa la
respuesta aunque resulte evidente: cada vez hay más
pobres porque cada vez abundan más los millonarios.
Es un teorema elemental que debería enseñarse
en los colegios antes que el de Pitágoras. Y,
sin embargo, nuestros más brillantes economistas
y pobrólogos fingen desconocer.
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