HISTORIAS
MÍNIMAS:
24. Malos hábitos 13/6/2006
Ayer
leí una de esas noticias mínimas, pero
que son siempre las que me hacen sospechar que se está
acabando el mundo sin necesidad de que se abran los
infiernos. Resulta que ante el peligro de extinción
en que se encuentra la anchoa del Cantábrico,
han subido sus precios en el mercado. Cuando deberíamos
dejar de consumirla y exigir una implacable moratoria
en su pesca para evitar el final de otra especie, resulta
que estamos dispuestos a pagar más para comernos
hasta la última anchoa existente.
Hay docenas de bienpagados cocineros que nos ilustran
en el arte del buen comer, arte al que sólo tenemos
acceso una minoría de naciones, mientras la mayoría
de la población mundial pasa hambre: pero eso
es otra historia. Y echo de menos que alguno de esos
famosos hombres de pucheros predique que lo de llenar
la tripa también debe de tener su ética.
Por ejemplo ayer, al oír lo de la anchoa, me
vino a la memoria otra noticia reciente: que anunciaba
la prohibición --a partir del próximo
verano-- de vender y consumir foie-gras en
los restaurantes y mercados de Chicago. El alcalde,
Richard Daley, intentó oponerse porque --ya se
sabe-- los alcaldes están obsesionados con el
negocio del ladrillo, y los millones que mueven las
empresas constructoras suelen embotarles la sensibilidad.
El caso es que la prohibición, que ya estaba
vigente en California, fue aprobada por el Consejo de
Gobierno de Chicago por 48 votos a favor y sólo
uno en contra. Y ha encontrado tantos ecos positivos
que se anuncia su extensión por los estados de
Illinois, Massachussets y Hawaii. Todo un ejemplo a
imitar. Porque no se trata de prohibir un alimento plagado
de colesterol, sino la crueldad inhumana que implica
su fabricación, denunciada por organizaciones
de defensa de los animales como Farm Sanctuary: para
lograr el maldito foie-gras se alimenta a patos,
ocas y gansos mediante embudos, manteniéndolos
inmovilizados en estrechas jaulas durante toda su corta
vida, hasta que sus hígados enferman y llegan
a tener diez veces el tamaño normal. Una larga
tortura plagada de terribles dolores para esos pobres
animales. Por eso el foie-gras auténtico --no
sus imitaciones baratas-- ha quedado ya proscrito en
una quincena de países, como Italia, Alemania
o Gran Bretaña. Para nuestra vergüenza,
en España todavía se permite.
En mi casa no entra jamás una tarrina de
foie-gras. Como tampoco esa carne de ternera cuya
extremada blancura se consigue manteniendo en la oscuridad
a los animales, privándolos de ver el sol hasta
la hora de su sacrificio. Serán productos todo
lo deliciosos que se quiera. Pero no hay que perder
el mínimo respeto por la vida cuando se sienta
uno a la mesa. Del mismo modo que aprendimos a decir
pezqueñines no gracias, o que deberíamos
negarnos a consumir anchoa cantábrica para no
esquilmar los caladeros de pesca, tendríamos
que evitar el sufrimiento de los animales para
evitar nuestro propio envilecimiento moral. Bastante
malo es que los pollos de factoría malvivan como
viven las tres semanas escasas que los dejamos vivir,
o que los cerdos sufran como sufren en los mataderos.
Habría que prohibir --como han hecho en Chicago--
los alimentos que nos convierten en bestias a ganaderos,
comerciantes, cocineros y consumidores. Y que nadie
piense que es cuestión de sensiblería,
de sensibilidad excesiva. Es tan sólo
una cuestión de aprecio por nosotros mismos,
es decir de ética. Y hay muchos otros placeres,
más allá de los culinarios, que la civilización
ha prohibido por cuestiones éticas.
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