HISTORIAS
MÍNIMAS:
22. El único que volvió
a casa 30/5/2006
Se aproxima otra época de abandono de perros.
Centenares de cachorros que llegaron a cientos de hogares
como regalo de Navidad o Reyes, serán abandonados
por sus irresponsables propietarios cuando se produzca
la fuga masiva por vacaciones que empieza ya a planearse
en éstos días calurosos que invitan a
pensar en el veraneo. Por eso, seguramente, un oyente
tan amigo de los perros como yo me recuerda aquella
canción del inmortal Georges Brassens, que décadas
atrás ya se quejaba del abandono masivo de mascotas
en Francia. Brassens pedía a sus dueños
que no los abandonaran en la carretera número
siete, a lo largo del Rhône. Y, sabiendo
que su súplica era inútil, añadía
con extraordinaria dureza no importa que esa gentuza
se empotre contra un árbol; de todos modos, como
no tienen alma... A propósito de todo esto,
voy a narrar una historia que me han contado. Que ocurrió
semanas atrás en un barrio del sur de Madrid,
pero bien podría ser un cuento con moraleja a
lo Brassens.
La
pasada Semana Santa, cuando se produjo el inevitable
éxodo masivo hacia las costas, un matrimonio
con dos hijos decidió --como tantos otros-- librarse
de ese estorbo que el perro representaba para sus vacaciones.
Una noche, a solas, marido y mujer hablaron de cómo
hacerlo. Sabían que los niños lo echarían
de menos. Pero les dirían que se había
escapado. Fingirían buscarlo, para tranquilizarlos,
y les dirían que seguro que alguien lo recoge,
ya que es tan mono y tan cariñoso. Después,
confiaban en que la diversión en la playa les
ayudaría a olvidarlo. Así, un par de días
antes de emprender su ansiado viaje a Cullera, subieron
al perro en el coche y se alejaron una decena de kilómetros,
hasta otra ciudad dormitorio. Sin alejarse demasiado
de la autopista, abrieron la puerta y empujaron al pobre
animal con la seguridad de que no volverían a
verlo. Si tenía suerte, encontraría otro
hogar --se dijeron-- si no, acabaría hecho un
guiñapo ensangrentado en el arcén de la
carretera. ¡Qué más da! Una obligación
menos, un gasto menos, una responsabilidad menos...
Arrancaron y aceleraron, sin volver la vista atrás
para no contemplar como el perro corría inútilmente
detrás del coche, incapaz de entender aquella
traición.
Dicen los vecinos de esa familia --de esa gentuza,
diría Brassens-- que a primera hora de la tarde
del viernes previo a Semana Santa, cuando el padre regresó
de su oficina, llenaron el coche de trastos playeros,
le pidieron a alguien que echara un vistazo a su casa,
y se despidieron hasta el domingo de Resurección.
Cuentan también que el martes santo, el perrillo
volvió a su casa. Sucio, maltrecho, se sentó
en el portal a esperar que alguien le abriese el paso.
Sin saber qué hacer, los vecinos le pusieron
un cuenco con agua bajo las escaleras y le bajaron algo
de comer, día tras día, esperando que
sus amos regresaran. Pero pasó el domingo y no
aparecieron. El lunes supieron que jamás volverían:
se habían matado, el matrimonio y sus dos hijos,
cuando emprendían el viaje de vuelta. Su piso
sigue cerrado desde entonces. El perro vive de enfrente,
y sus nuevos amos se conmueven al explicar que, cada
vez que lo sacan a pasear, todavía olisquea la
puerta de lo que fue su casa y gime con una pena profunda.
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