HISTORIAS
MÍNIMAS:
20.
Desaparecidos globales 16/5/2006
La semana pasada estuve un par de días en el
sur de Alemania, concretamente en la pequeña
ciudad de Ulm, entre Munich y Stuttgart, para tratar
de situarnos en el mapa. Fui a visitar a un alemán
de origen libanés, llamado Khaled El Masri, cuyo
drama es digno de una película de Alfred Hitchcock.
Durante las Navidades de 2003, Khaled mantuvo una colosal
bronca con su segunda mujer --con la que ya tenía
cuatro hijos-- y decidió quitarse en medio unos
cuantos días. Así que se dirigió
a una agencia de viajes y pidió que lo mandaran
a donde fuera, con dos únicas condiciones: que
fuera tranquilo para meditar sobre su vida, y que le
saliera barato porque andaba escaso de dinero. Por ciento
veinte euros lo mandaron en autobús a Macedonia.
Y allí comenzó su aventura. O, mejor dicho,
su desventura.
En
la misma frontera, Khaled fue detenido por la policía
Macedonia: su nombre se parecía demasiado al
de un dirigente de Al Qaeda en busca y captura. La policía
se lo entregó inmediatamente a la estación
local de la CIA., cuyo jefe estaba de vacaciones. Así
que el segundo de a bordo se encontró
con la posibilidad de ganarse un ascenso, apresando
a un peligroso terrorista. Y no se lo pensó dos
veces. No hizo las comprobaciones necesarias, que habrían
evitado el error, y se dedicó a interrogar al
pobre Khaled durante tres semanas en un hotel de Skopie,
la capital de Macedonia, a sólo 150 metros de
la embajada norteamericana. Allí media docena
de hombres vestidos de negro, encapuchados y siempre
silenciosos lo desnudaron y le golpearon salvajemente,
mientras sacaban fotografías. Finalmente, un
día le esposaron, le vendaron los ojos, le taponaron
los oídos, le cubrieron la cabeza con una capucha,
lo subieron a un avión y le drogaron. Era el
protocolo de un traslado a Afganistán,
lo que los norteamericanos denominan una extraordinary
rendition, una entrega extraordinaria, mediante
uno de esos controvertidos vuelos secretos de la CIA,
muchos de los cuales han hecho escala en aeropuertos
españoles.
Khaled estuvo cuatro meses --desde el 24 de enero hasta
mediados de mayo de 2004-- en una de las cárceles
secretas de la CIA, cuya existencia desveló Dana
Priest, la periodista del Washington Post premiada este
año con el Pulitzer. Fue confinado en una celda
sin luz, húmeda, sucia y fría, con una
sola manta para cobijarse. Khaled cuenta que le daban
de comer huesos de pollo, con un arroz plagado de insectos
y de arena. Y que era interrogado y golpeado siempre
por media docena de tipos encapuchados y vestidos de
negro. Aún así, por ser alemán,
recibió mejor trato que otros prisioneros de
nacionalidades árabes o asiáticas. Sus
compañeros de infortunio le contaron sus miserias:
la mayoría habían sufrido largas temporadas
de confinamiento en total oscuridad y con una estridente
música a todo volumen. Algunos permanecieron
hasta cinco días suspendidos del techo por las
muñecas, desnudos pese al frío, y sin
comer ni beber. Khaled me habló de un muchacho
de Tanzania, con todos los dientes rotos por las palizas,
que --psicológicamente destrozado-- no paraba
de darse golpes con la cabeza contra las paredes. Y
de un matrimonio paquistaní: ella parió
en la celda y su hijo, que nació mal, murió
en sus brazos pocos días después sin recibir
atención médica.
Parece que finalmente intervinieron los servicios secretos
alemanes. Llegó un tal Sam, que hablaba alemán
sin acento alguno, y se hizo cargo del prisionero. Pocos
días después, Khaled era vuelto a trasladar
--drogado y encapuchado-- y recuperaba la libertad en
un rincón de Albania, de donde fue deportado
a Alemania. Desde entonces, pleitea para que alguien
se responsabilice de lo que le ocurrió. Escuchando
a Khaled me parecía estar oyendo hablar, una
vez más, de las atrocidades cometidas por la
dictadura argentina en la Escuela de Mecánica
de la Armada. Pero no: se trataba de la máquina
de torturar y matar creada por una nación democrática,
que pretende ejercer el liderazgo moral del mundo. ¡Dios
mío!
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