HISTORIAS
MÍNIMAS:
1. "A tiros con los cazadores".
3/1/2006
Estos días me han despertado un inquietante
ruido de disparos, de los tiroteos organizados por los
cazadores muy cerca de mi casa. Y más de una
mañana no he podido reprimir el mal deseo --lo
confieso, mea culpa-- de que alguno de esos
cazadores le pegue una perdigonada en el culo a uno
de sus compañeros, tal como hizo muchos años
atrás el entonces ministro de Información
y Turismo, don Manuel Fraga, que descargó una
espléndida perdigonada en las nalgas de la hija
del dictador Francisco Franco. Son mis malos instintos
que brotan, estimulados por el sonido de la muerte,
y los descargo diciendo estas cosas. No me avergüenzo
de ello, porque se trata de una forma más inofensiva
que la que utilizan los cazadores para descargar sus
malos instintos: pegándole tiros a los pobre
bichos que los ojeadores acorralan y asustan frente
a sus escopetas.
Más allá de mi repugnancia por la caza
--lo que seguramente me valdrá llamadas y cartas
de oyentes amigos de la caza poniéndome como
hoja de perejil, que me aterrarán porque son
gente armada con gatillo fácil-- está
el crimen que muchos cazadores repiten cada año.
Hablo de los días en que deciden matar a los
perros que han utilizado para cazar, cuando acaba la
temporada y dejan de serles útiles. Sus principales
víctimas son los galgos. 50.000 de estos animales,
famosos por su inteligencia y fidelidad, encuentran
la muerte a tiros cuando no de formas sádicas,
según nos informa la FAPA, (la Federación
de Asociaciones de Protección y Defensa de Animales),
que agrupa a una veintena de entidades que pelean en
favor de los derechos de los animales. Y que, como es
fácil de sospechar, cuenta con todas mis simpatías.
En diciembre --hace pocos días aún-- los
dirigentes de la FAPA fueron recibidos por la Ministra
de Medio Ambiente. Llevaban un documento con más
de 50.000 firmas, pidiendo que el gobierno prohiba la
caza con galgos, deporte (por llamar de alguna manera
a esta actividad sangrienta) que está prohibido
en toda Europa, con la única excepción
de España. E iban acompañados por una
decena de galgos, todos ellos rescatados de la muerte.
Perros a los que sus antiguos propietarios, cazadores,
no mataron bien. Y que fueron encontrados aún
con un hilo de vida tras haber sido ahorcados, quemados
con gasolina, envenenados, cosidos a puñaladas,
acribillados a perdigonadas, con las patas quebradas,
arrojados a un pozo... Perros salvados por gentes de
bien, por personas íntegras, a diferencia de
esos salvajes que disfrutan con el sufrimiento de sus
propios perros.
Entre esa decena de galgos presentes en la cita con
la ministra se encontraba una hembra llamada Diana.
Hace cinco años la encontraron ahorcada y la
descolgaron de la cuerda de la que pendía, todavía
viva. Con ella hicieron eso que se llama la mecanógrafa:
suspender la del suelo con una cuerda, muy cerca del
suelo, de modo que el animal se esfuerce en apoyarse
para salvar la vida, pero sus uñas rocen el suelo
como si escribiera a máquina. Desde entonces
Diana vive atemorizada. Y no se atreve a sostener la
mirada de un hombre. Sabido es que los perros te miran
a los ojos cuando les hablas; sin embargo, Diana baja
la cabeza aterrorizada cuando alguien la mira.
En fin, todo esto me hizo recordar a un perro de caza,
un perdiguero, que me encontré hace años.
Le habían disparado un cartucho de frente, y
tenía la cara y el cuerpo acribillados. Llegó
a la puerta de mi casa y en cuanto me vio se refugió
en mis brazos, temblando. Enseguida, dejó dócilmente
que con unas pinzas le sacara uno tras otro, todos los
perdigones, y que le curase las heridas. Me lamió
las manos y se durmió en un rincón, sin
dejar de temblar durante el sueño. Se lo regalé
a una compañera de trabajo en Torrespaña,
y vivió con ella casi diez años, hasta
morir de viejo. Siempre fue un animal cariñoso,
sensible y noble. Todo lo contrario que el despreciable
cazador que lo cosió a perdigonazos.
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