HISTORIAS
MÍNIMAS:
18.
El Derecho a la felicidad 2/05/2006
El que parece inevitable retraso de los aviones me impide
llegar a tiempo a mi cita en la radio, y tengo que hablar
por teléfono desde un rincón del aeropuerto
de Barajas, recién llegado de Norteamérica,
todavía bajo los efectos de ocho horas de inmovilidad
y estrechez en un asiento de clase turista, y con las
cinco de la mañana en el cuerpo, por las seis
horas de diferencia entre los dos continentes.
En
Nueva York he vivido unos días de agitación
política, insólitos en la ciudad de los
rascacielos, cuyas calles céntricas se han llenado
de manifestantes convocados por distintos motivos. Ayer
mismo, cientos de miles de inmigrantes hispanos clamaban
por sus derechos civiles pisoteados en una nación
que se olvida de que es hija y nieta de inmigrantes.
Los oyentes lo habrán visto en los telediarios:
cadenas humanas formadas por millares de brazos entrelazados
rodearon Manhattan, desde los barrios del Bronx, Queens,
Brooklyn... donde viven los trabajadores que mantienen
el esplendor de la gran manzana. Una riada
de hombres y mujeres que gritaban en español,
confluían en el morro de Manhattan a la misma
hora que despegaba mi avión del aeropuerto Kennedy.
Pocas horas antes, otra manifestación había
congregado a centenares de personas frene a la sede
de la representación norteamericana en Naciones
Unidas, enarbolando la bandera de los Derechos Humanos.
Entre los asistentes, movilizados por las distintas
iglesias, había algunos familiares de presos
sin juicio que permanecen encerrados en la cárcel
ilegal de Guantánamo. Gentes que exigían
al llamado país de las libertades que
sus militares y agentes secretos dejaran de secuestrar
y torturar a miles de detenidos políticos, desaparecidos
en un universo carcelario clandestino. Y que pedían
algo tan razonable como que se combatiera al terrorismo
con las armas de la razón democrático
y los derechos, que tantos esfuerzos costó conquistar
y establecer mundialmente, en vez de con métodos
de terrorismo de estado más propios de dictaduras
militares que de las democracias.
El sábado, decenas de miles de personas (los
organizadores dicen que 350.000, pero ya se sabe que
siempre, en todas partes, hay una guerra de cifras)
salieron de Union Square reclamando paz. El núcleo
de la gran marcha eran veteranos de todas las guerras,
conocedores directos de lo que el horror militar supone.
Fue una hermosa parafernalia de pancartas, clamando
por el final de las torturas, de los secuestros, de
los atropellos, con máscaras bufas, carteles
que recordaban a Busch que fue elegido presidente
pero no dios, figurantes en jaulas semejantes a
las de Guantánamo, grupos musicales... Entre
todos ellos destacaba un pequeño grupo de ancianos:
eran los sobrevivientes de la Brigada Lincoln, los voluntarios
de la libertad que acudieron a combatir al fascismo
en la guerra de España. Resultaba emocionante
ver a Moe Fishman, a sus 91 años, o a George
Sossenko, con 86, empuñando un altoparlante y
gritando contra la sucia guerra de Irak. La gente los
vitoreaba, contaba con ellos unas estrofas de la Internacional,
coreaba sus voces por la libertad y el respeto humano.
Después, el domingo, los viejos brigadistas recibieron
el homenaje de centenares de veteranos de las guerras
americanas en un acto durante el cual el juez Baltasar
Garzón les agradeció su heroísmo.
En fin, que estos días Nueva York no tenía
nada que ver con esa imagen de apatía política
que suelen dar las ciudades norteamericanas, pobladas
por gentes adocenadas y conformes. Pensé que
acaso algo esté cambiando en estos tiempos oscuros,
de tantos retrocesos sociales, y aún quede un
resquicio para la esperanza. Esa idea me llevó
hasta el sur del Bronx, a visitar un lugar que conocí
veinte años atrás: la pequeña iglesia
episcopal de Santa Ana, entre las calles 139 y 140 este.
Allí, en una de las zonas más pobres y
con mayor marginación social de la ciudad, muy
lejos del derroche de neón de Times Square, se
encuentran las tumbas de Louis Morris, que firmó
la declaración de la independencia de los Estados
Unidos, y de su hermanastro Gouverneur Morris, que fue
el escribiente que puso negro sobre blanco, de su puño
y letra, el primer texto de la Constitución norteamericana.
Dos hombres que soñaron un mundo mejor, que rubricaron
unos textos ejemplarmente democráticos y progresistas.
Y cuyos restos yacen, tan olvidados como sus ideales,
en un lugar inhóspito. La lápida de Gouveur
Morris ni siquiera puede leerse, y sobre ella se apoya
la caseta del perro que guarda el recinto parroquial,
amén de un par de enormes cubos de basura. Todo
un símbolo. Allí está sepultado
también aquel sueño magnífico que
fue enunciar nada menos que el derecho a la felicidad
de las gentes y de los pueblos, quince años
antes de la declaración de derechos proclamados
por la Revolución Francesa. Derecho a la
felicidad, a luchar por la felicidad. Es lo mismo
que movía a los manifestantes que llenaban Manhattan.
Lo mismo que impulsa a los inmigrantes que llegan a
Estados Unidos, o a nuestras costas en pateras, o que
le lanzan desesperados contra las cuchillas que coronan
las alambradas de Ceuta y Melilla.
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