HISTORIAS
MÍNIMAS:
16.
Cacerías de inmigrantes 18/04/2006
Cacerías Hoy voy a empezar hablando de un tipo
al que apenas conozco y de quien, además, hay
muy pocas cosas que decir. Porque es uno de esos inmigrantes
anónimos, cuyas historias parece que no
interesen a nadie... y que rara vez contamos los periodistas.
Se trata de François --ni siquiera recuerdo su
apellido-- un boxeador africano de veintipocos años
que soñaba con ganarse la vida en algún
gimnasio de Europa. Tras un penoso viaje desde el otro
lado del Sahara, llegó a Melilla y saltó
la verja (esa verja coronada de cuchillas afiladas que
es la frontera, supuestamente infranqueable entre la
enriquecida Europa y los desesperados del Sur). Pero
al caer, François se reventó un tobillo.
Yo lo conocí hace pocos meses en un albergue
de los curas combonianos, donde permanecía acogido
junto a otros inmigrantes sin papeles, también
lisiados o enfermos. Estaba tumbado, con su pierna quebrada
inflada como un globo, y aún presumía
de tener buen jab y un mejor gancho
de zurda. François se habría conformado
con servir de saco de golpes, de dócil sparring
para cualquier boxeador blanco, a cambio de un lugar
entre nosotros. Pero sabía que jamás volverá
a subir a un ring, y yo no sé qué será
de él.
Hace pocos días brotaron en mi memoria su mirada
amarga y su gesto, desviando los ojos para ocultar las
lágrimas, cuando me conmovió la imagen
de otro inmigrante negro que lloraba en un Telediario.
Era un obrero, un tipo fornido, que yacía en
una cama hospitalaria, tras haber sido apaleado por
una pandilla de niños bien, miembros
de eso que la derecha llama buenas familias,
educados en colegios de altos pagos y, por lo que se
ve, bajos rendimientos morales. El pobre hombre explicó
que salía de trabajar --trabajar, una
palabra cuyo significado ignoran sus agresores-- cuando
fue agredido y golpeado, como parte de un juego siniestro.
Sin atreverse a mirar a la cámara, aquel hombre
confesaba tener miedo. Yo también sentí
miedo cuando escuché el final de la noticia:
el juez había dejado en libertad a aquellos señoritos,
pese a que fueran reincidentes. (Voy a guardarme mi
opinión sobre esa sentencia, porque si la diera
podría acabar siendo procesado por desacato.)
No sé si fue esa misma noche o la siguiente,
cuando La 2 Noticias ofreció un breve
reportaje --rodado en la frontera sur de los Estados
Unidos por una agencia norteamericana-- en el que aparecía
un grupo de ejemplares ciudadanos dedicados
al deporte de la cacería de inmigrantes.
Salían de sus casas al anochecer, armados y pertrechados
como para una montería, y se dedicaban a la busca
y captura de inmigrantes sudamericanos que acabaran
de cruzar clandestinamente la frontera. Lo peor no es
la barbarie de que hacían gala esos bandas de
energúmenos, sino que la policía norteamericana
admitiera su colaboración como una ayuda
ciudadana para el cumplimiento de la Ley. Pensé
que, afortunadamente, eso no sería posible en
España: la Guardia Civil no podría tolerar
esa ayuda espúrea, y estaría obligada
a disolver ese tipo de bandas que en nuestro país
no existen. O tal vez debería decir que todavía
no existen. Porque el modo de evitar que lleguen a formarse
no pasa, precisamente, por dejar en libertad a quienes
tienen la costumbre de apalear negros. Al contrario,
la tolerancia de la barbarie acaba por fomentarla.
Malo es que tipos como François, el boxeador
roto, se jueguen sus sueños saltando sobre una
alambrada coronada por cuchillas, y que sus lógicas
ambiciones queden sepultadas entre sábanas de
caridad en un lecho de enfermo. Pero mucho peor es que
quien se gana honradamente la vida, trabajando como
una bestia para sacar adelante a los suyos, sea apaleado
por unos hijos de... papá y mamá, cuya
impiedad queda impune. Para evitar que también
aquí se abra la veda del inmigrante, y que acaben
organizándose cacerías de negros, esos
niñatos deberían ser condenados a trabajar
en las cocinas de los albergues de la Cruz Roja, o limpiar
las letrinas de los centros de detención de inmigrantes.
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