HISTORIAS
MÍNIMAS:
15.
Depresión y lucidez 11/04/2006
Me temo que esta mañana voy a ponerme trascendente,
es decir, un poco pesado. Porque le he dado demasiadas
vueltas a qué historia mínima
contar hoy. En el fondo creo que siempre cuento, más
o menos, la misma historia. Pero hace poco rato, todavía
dudaba si hablar otra vez de alguno de los perros abandonados
que me he encontrado a lo largo de mi vida, con la vana
esperanza de que alguien --entre los muchos que van
a dejar a sus compañeros caninos tirados al borde
de una cuneta, para escapar de vacaciones a cualquier
playa atestada de gente-- se lo pensara dos veces antes
de cometer tal impiedad. Lo descarté, porque
quien no sabe sentir en su alma la mirada de su propio
perro jamás entenderá lo que significa
abandonarlo.
También
me tentaba hablar de la larga protesta de los estudiantes
franceses, porque hacía muchos años que
las universidades no abrían la boca para quejarse
de nada. Y ahora que lo han hecho no ha sido, como antes,
para rebelarse frente a un orden injusto y exigir un
mundo mejor, sino sólo en defensa de unos derechos
conquistados décadas atrás, movilizándose
cuando han visto peligrar su propio futuro laboral.
Las viejas utopías políticas, los sueños
de justicia que en otros tiempos alzaban a las Universidades
parecen cosa del pasado. Decía Salvador Allende
que ser joven y no ser revolucionario es casi una
contradicción biológica. Pero ya
ni siquiera los más jóvenes se parece
inquietarse por otra cosa que sus propios beneficios.
Pero, finalmente, lo que hoy voy a acabar contando aquí
es una conversación que tuve hace pocas semanas
con Jean Ziegler, en su casa de las afueras de Ginebra.
Ya saben ustedes, Ziegler, el sociólogo suizo
que es una de las mentes más lúcidas de
la izquierda europea y una de las voces más respetadas
en las Naciones Unidas, como relator de Derechos Humanos
y encargado del problema del hambre. (Por cierto, el
último libro de Ziegler, El imperio de la
vergüenza se publica uno de estos días
en España). Hablamos sobre todo del hambre en
el mundo. Porque, aunque se cuente en los periódicos
ni en los telediarios, hay varios países en situación
de alarma alimentaria. Países cuyas gentes todavía
no mueren por inanición, pero sufren graves carencias
de alimentos. Unos 2.000 millones de personas padecen
un déficit alimentario crónico, y 856
millones --es decir, uno de cada seis habitantes del
planeta-- están seriamente amenazadas por las
consecuencias del hambre.
Ziegler recordaba que, durante el año pasado,
cada cinco segundos murió de hambre un niño
menor de diez años. Y todo indica que los datos
de este año serán parecidos. Entretanto,
siete grandes bancos internacionales se enriquecen negociando
con el precio de los alimentos básicos, especulando
con ellos en la Bolsa de las Materias Primas Agrícolas
de Chicago. Sin embargo, no intentamos poner fin a ese
horror. Ni siquiera lo comentamos. Incluso nos parece
algo lógico y natural, según
las despiadadas leyes del libre mercado. Me decía
Ziegler que el mundo se está refeudalizando,
adoptando un nuevo orden de tipo feudal. Y ponía
como ejemplo de nuevos señores feudales, --con
capacidad de decisión sobre la vida y la muerte
de millones de personas-- a los grandes accionistas
de las 500 sociedades privadas que controlan más
de la mitad del producto mundial bruto, sin otra inquietud
que la marcada por los índices de beneficios.
El Banco Mundial --un organismo que parece puesto a
las órdenes de los grandes grupos de capital
internacional-- no ha sido capaz de conseguir los 52
miserables millones de dólares necesarios para
realizar un plan de regadíos en el sur de Níger,
que conjure las amenazas de hambruna en esa zona atormentada
de África...
En fin, ya sé que, finalmente, he elegido un
tema poco adecuado para las vísperas de unas
vacaciones merecidas vacaciones de Semana Santa.
Debe ser que estos días ando deprimido. Pero
tampoco me vergüenza confesarlo, porque desde hace
ya mucho tiempo estoy convencido de que la depresión
no es otra cosa que un cierto estado de lucidez.
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