HISTORIAS
MÍNIMAS:
14. "El parto de
la endemoniada". 12/4/2005
Como
casi todas las semanas, he recibido un correo de mi
amigo Ángel Olaran, desde Wukro, una de las
zonas más empobrecidas de Etiopía. El
bueno de Ángel me cuenta esta pequeña
historia: una chica de quince años, hija de
una de las trabajadoras de la misión empezó
a sentirse mal, con fuertes dolores en la parte baja
de la tripa y otros síntomas que, según
los más viejos del lugar, indicaban que estaba
poseída por algún espíritu
maligno. Así que llamaron al experto correspondiente,
es decir al brujo del lugar, que enseguida organizó
un ceremonial para lograr que la niña expulsara
al espíritu. Varias personas se lanzaron sobre
ella, apretando su cuerpo por todas partes, estrujándola
con toda la fuerza posible, mientras gritaban invocaciones.
Al cabo de un rato, cuando todos estaban empapados
en sudor, y la pobre muchacha gemía agotada
por el dolor, el supuesto espíritu maligno
surgió de entre sus piernas y cayó al
suelo. Era un bebé minúsculo, que lloraba
como su madre. La niña había parido
en medio de aquel tumultuoso ritual. Y otro ser había
venido a ese mundo duro, implacable, miserable, carente
de lo más elemental y olvidado, que existe
en Wukro y tantas otras partes de África.
‘Hoy
he visto a la joven madre y me ha sonreído
--me escribe Ángel-- le he prometido que la
ayudaremos para que vuelva al colegio y acabe sus
estudios mientras cría a su hijo.’ La
cría tiene suerte de que el padre Olaran ande
por allí. Pero hay otros muchos miles de niños
más desafortunados, que nacen cada día
condenados al abandono. Que morirán de hambre
o enfermedades fácilmente curables, o que malvivirán
carentes de lo más elemental. Por eso, Ángel
desahoga su rabia diciendo que cada niño que
crece en la calle, cada huérfano abandonado,
cada niña obligada a prostituirse es un aborto
social, posiblemente más inhumano que el aborto
físico. ‘Porque este aborto social
es masivo, premeditado, decidido, organizado, mantenido
a lo largo de años y años. Y son millones
los niños abortados socialmente.’
Pero no hay conciencia de ello. O, al menos, no suficiente
conciencia, entre los favorecidos por el injusto sistema
económico internacional que condena a tantas
criaturas a una existencia penosa.
En
su carta, Ángel se maravilla de la ilusión
con que esa niña de quince años abraza
y mira a su minúsculo hijo, sin preguntarse
el destino que le espera. No se cómo se llaman
el recién nacido ni su madre. Tampoco importa.
Es una historia repetida, con distintos nombres y
en distintos lugares, sin que sepamos que ocurren,
sin que nunca conozcamos a sus protagonistas ni podamos
ayudarlos. Pero estos días esa cría,
de nombre desconocido para mí, parece sentirse
feliz acunando a su hijo, en una casucha de adobe
sin otro horizonte que una tierra azotada por el hambre,
como un perenne espíritu maligno al que no
hay forma de espantar con rituales, ni tampoco con
las limosnas periódicas que enviamos cada vez
que deja de llover y la mortandad se dispara.
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