Encabezamiento Vicente Romero
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CRÓNICAS EN RNE


HISTORIAS MÍNIMAS:


13.
¿Es contagiosa la pobreza? 28/03/2006


He traído de Buenos Aires dos historias mínimas, dos anécdotas insignificantes, pero que me invitaron a reflexionar y acabé dándoles muchas vueltas en la cabeza. Y también --¿por qué no decirlo?-- en el corazón.

La primera fue una tarde, que decidí seguir a una pequeña multitud de gentes humildes que entraban en un templo evangelista. Uno de los muchos viejos cines o teatros que son adquiridos por estas sectas que se están expandiendo a gran velocidad por todo el sur de América y que, según dicen las malas lenguas de la izquierda, están impulsadas por Washington, desde los más oscuros rincones del poder del imperio norteamericano. El caso es que sus ceremoniales tienen el carácter participativo que las misas católicas, reducidas a meros rituales, perdieron hace siglos. Las gentes cantan, confiesan sus penas y esperanzas en voz alta, incluso sienten pequeños éxtasis de fe que les hace desvanecerse.

En un momento dado, el pastor invitó a sus fieles a expresar los beneficios que sentían tras haberse entregado a la oración. Varios dijeron que se les habían pasado la angustia y los dolores de cabeza o de espalda con que habían llegado. Un hombre mayor contó que había pasado cerca de cinco años en el paro, durante los cuales jamás había dejado de cotizar sus limosnas ala iglesia ni de orar. Y que gracias a eso acababa de conseguir un empleo. A veces, encontrar trabajo resulta milagroso. Y los feligreses lo corearon con entusiasmo. Pero el testimonio que más me impresionó fue el de una niña de ocho años, muy pobremente vestida, que subió al escenario apretando una agenda de plástico rosa contra su pecho. Dijo que, gracias al buen Dios le habían hecho un regalo por primera vez en mucho tiempo: que un cliente de su mamá le había obsequiado aquella libreta. Lástima que no supiera escribir para utilizarla.Y que su mamá le había comprado una cama, algo que ella ambicionaba desde hacía mucho, mucho tiempo, porque siempre había dormido en el suelo. Los feligreses volvieron a corear la palabra milagro. Milagro, aleluya... Y el pastor, micrófono en mano, comenzó a dar gracias al Señor por su enorme bondad. A continuación, invitó a todos a gritar los males que debían expulsar de sus cuerpos: el dolor, la incertidumbre, la angustia, el hambre, la pobreza... La pobreza. ¿Podrían aquellas gentes expulsar la pobreza de sus cuerpos? Me quedé pensando si la pobreza era una enfermedad, una epidemia.

Y aquí viene la segunda anécdota mínima. Porque, un par de días antes, mis compañeros de Buenos Aires me contaron de un corresponsal --que ya está destinado en otro país-- que siempre que tenía que rodar una crónica en ambientes de pobreza, llevaba en el bolsillo un tubito de alcohol en gel, para desinfectarse las manos. Entraba en las casuchas de cartón de las villasmiseria que rodean Buenos Aires, o en los hospitales de Tucumán cuando la hambruna golpeó a los más humildes del norte argentino, evitando aproximarse demasiado a sus gentes. Y al salir, siempre, lo primero que hacía era desinfectarse. ¿Será que aquel colega --que no compañero, compañero es una palabra hermosa-- creía efectivamente que la pobreza es una enfermedad contagiosa? En todo caso, su actitud demostraba dos cosas. La primera, aquel el viejo juego de palabras escolar de que hay mucha diferencia entre ser un hombre pobre y ser un pobre hombre. Y la segunda, que la estupidez --como la pobreza-- tampoco es una enfermedad contagiosa. Porque cuando salía de los barrios marginales, sus gentes, empobrecidas y analfabetas, seguían siendo mucho más nobles e inteligentes que él.
 

 
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Última actualización:
02-Aug-2006
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