HISTORIAS
MÍNIMAS:
13. "Una desagradable
foto del Papa". 5/4/2005
Esta breve sección tan solo pretende
recuperar el valor de lo pequeño, de las cosas
mínimas pero significativas, de los detalles
que algunas veces nos invitan a pensar un instante para
ver las cosas desde otro ángulo distinto al habitual,
contando anécdotas sin importancia pero que permiten
enriquecer con un matiz el perfil de un personaje. Por
eso me ha parecido necesario recordar hoy una polémica
fotografía del Papa, cuando todos los medios
de comunicación --y en especial las televisiones--
están saturados de imágenes de Juan Pablo
II, ofreciéndonos constantemente semblanzas más
hagiográficas que biográficas.
Hace
tres años, en San Salvador, tuve la fortuna de
conversar un buen rato con el jesuita Jon Sobrino. Sobre
su mesa había, impreso en un papel, un chiste
que circuló mucho por Internet: una foto de la
audiencia papal a George Bush, sobre la que alguien
había escrito un diálogo. Bush, que leía
su discurso, decía ‘querido Dalai Lama...’.
Y el Papa, que se tapaba la cara con una mano, pensaba
‘Virgen Santa, qué inútil es...’
Aquello, además de hacernos reír juntos,
nos llevó a hablar de Juan Pablo II. Yo recordé,
con mi visión laica del personaje, aquella imagen
durísima del Papa en Managua, riñendo
a Ernesto Cardenal, con el índice estirado sobre
la cabeza del sacerdote y entonces ministro de Cultura
sandinista, que estaba de rodillas frente al Pontífice.
Fue una reprimenda pública, escandalosa, a un
cura de izquierdas, que se había metido en política
soñando una Nicaragua más justa. Una imagen
ya tópica, que estos días hemos vuelto
a ver en televisión, como un gesto definitorio
de la severa actitud del Papa frente a la iglesia comprometida
de la América empobrecida.
Jon
Sobrino me dijo que otra fotografía le había
contrariado más que aquella. Y me la mostró
con amargura, expuesta en el pequeño museo que
recuerda los asesinatos de Ignacio Ellacuría
y sus compañeros, a manos de un escuadrón
de la muerte. La imagen mostraba a Su Santidad, de visita
en El Salvador, estrechando la mano del mayor D’Abuisson:
el hombre que --era un secreto a voces, publicado por
la Prensa de todo el mundo-- había dirigido los
siniestros grupos paramilitares que mataron a tiros
a los jesuitas de la Universidad Centroamericana, y
que organizó el atentado que costó la
vida de monseñor Oscar Romero (cuyo proceso de
beatificación, por cierto, se inició hace
pocos días en el Vaticano). El asesino D’Abuisson,
convertido en político democrático, ocupaba
una alta magistratura del Estado salvadoreño
y el Papa, como Jefe del Estado Vaticano, tenía
la obligación de saludarlo. Es cierto que aquel
apretón de manos no podía interpretarse
como un perdón --perdón que el militar
nunca solicitó-- pero aquel gesto protocolario
causó un escalofrío colectivo en una Iglesia
que había pagado con muchas vidas su defensa
de los más pobres y su lucha contra la injusticia.
En el momento tremendo de aquel apretón de manos,
Juan Pablo II el grande --como se le ha llamado
estos días-- tuvo la talla que correspondía
al Jefe de un estado tan minúsculo como el Vaticano.
No
sé si es oportuno recordar aquella fotografía,
con el cuerpo del Papa todavía sin sepultar.
Pero hacerlo acaso sirva para demostrar que siempre
hay pequeños gestos, capaces de servir de contrapuntos
al culto informativo de los grandes personajes,
demostrando que ni siquiera el Sumo Pontífice
está libre de pecados políticos como el
orgullo, la intransigencia o el olvido intencionado
de las injusticias.
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