HISTORIAS
MÍNIMAS:
12. "Visiones obscenas
de la muerte". 31/3/2005
La
sucesión de partes médicos sobre el deterioro
de Terri Schiavo, esa pobre ciudadana norteamericana
desconectada de los tubos que le permitían sobrevivir
en estado vegetativo, se ha convertido en un espectáculo
indecente. Las grandes agencias informativas
nos mantienen pendientes de su cada vez mayor proximidad
a la muerte, como única y fatal salida de un
estado vegetativo, del que la ciencia médica
no ha sido capaz de sacarla. El caso es que, cada día,
los telediarios de todas las cadenas repiten la misma
noticia: no ha muerto todavía, pero ya le
falta menos. Una noticia que no es noticia, que
no lo será hasta que la pobre mujer no expire.
Todo
ser humano merece el máximo respeto, y nunca
serán suficientes las discusiones sobre los umbrales
de la vida y la muerte, mientras el debate responda
a una preocupación ética y no a una batalla
moral o política. Pero mientras esa mujer norteamericana
consume sus últimos días, en el mundo
se agotan millones de existencias sin horizonte, en
los rincones más empobrecidos de nuestro planeta,
sin que se nos día una sola palabra ni se nos
ofrezca imagen alguna sobre ellas. Ninguna agencia de
Prensa, nos informa de cuantos niños han muerto
ayer o van a morir hoy por falta de agua, alimentos
o medicamentos tan simples como un puñado de
sal yodada. Menos aún, políticos con las
acreditadas preocupaciones humanitarias de los hermanos
Bush, se preocuparán por su destino ni les dedicarán
un minuto.
Recuerdo
que la peor noche de mi vida la pasé en una choza
de Bahr el Gazal, una aldea del desértico sur
de Sudán, donde 750.000 personas sobrevivían
malamente gracias a la caridad internacional. Un rudimentario
puesto de salud de Médicos Sin Fronteras atendía
a 20.000 niños desnutridos. Durante el día,
resultaba duro contemplar sus esfuerzos desesperados
por mantener con vida a aquellas criaturas reducidas
a piltrafas, casi ya sin aliento. Pero su trabajo tenía
algo de esperanzador, de rebelión frente a la
fatalidad. Sin embargo, las noches eran insoportables.
Porque la choza que me asignaron para dormir estaba
pegada al hospital de campaña donde agonizaban
centenares de niños, y en la quietud de la madrugada
se oían sus gemidos. Me costaba mucho conciliar
el sueño pero, finalmente, agotado, me dormía
con la amargura de saber que por la mañana veríamos
a los enfermeros sacar del recinto numerosos bultos,
con pequeños cuerpos humanos envueltos en trapos
blancos.
Su
recuerdo me ha hecho relativizar la polémica
sobre la muerte de la pobre Terri Schiavo. Porque nunca
me ha abandonado la imagen de una niña sudanesa
que conocí en Bahr el Gazal. Se llamaba Kei,
y tenía tres años aunque tuviera el tamaño
de una criatura de tan solo siete u ocho meses. Su madre
intentaba alimentarla, introduciéndole cucharaditas
de papilla en la boca. Pero la cría las escupía,
sin llorar, mirando con unos ojos inmensos al vacío
también inmenso que la rodeaba. Parecía
que Kei no quisiera vivir, como si intuyera el futuro
terrible que la esperaba si conseguía salir adelante.
Su tragedia era haber nacido en Sudán, en vez
de hacerlo en los Estados Unidos. Al revés, Terri
Schiavo habría muerto en paz hace años,
si hubiera sido sudanesa. Y nadie nos hablaría
de ella en los telediarios, como tampoco nos hablan
de millones de niños como la minúscula
Kei. Porque hacerlo, repetir cada día el número
de críos que mueren de pobreza, convertiría
a los programas informativos en una tortura insoportable.
Y en una subversiva acta de acusación contra
el sistema económico en que vivimos.
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