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  HISTORIAS 
                          MÍNIMAS: 
 11. "Un escueto mensaje 
                          de amor". 22/3/2005
 
 En 
                          mi teléfono móvil, del que suelen apropiarse 
                          mis hijos para hacer sus llamadas personales con cargo 
                          a mi cuenta, apareció ayer un escueto mensaje 
                          de amor. Iba dirigido a Serena, que tiene trece años, 
                          y lo firmaba César que tiene la misma edad. Decía 
                          así, poco más o menos: ‘¿quieres 
                          ser mi novia? Piénsatelo hasta mañana.’ 
                          Naturalmente llamé a Serena, dejé que 
                          lo leyera y le aconsejé que diera calabazas a 
                          ese galán adolescente, argumentando que no podía 
                          convenirle un tipo tan directo como falto de romanticismo. 
                          A ver, razoné: a los trece años, lo natural 
                          sería que una declaración de amor exigiera 
                          mirarse a los ojos, cogerse tímidamente de la 
                          mano, y balbucear algunas inútiles explicaciones 
                          previas. Después, lo mínimo obligado es 
                          confesar un ‘te quiero’. Si no 
                          se encuentra la ocasión precisa o no se tiene 
                          la presencia de ánimo necesaria, se recurre a 
                          una carta romántica. Pero mandar cuatro palabras 
                          por medio de un teléfono móvil, y proponer 
                          un noviazgo en tono de ultimátum fijando un plazo 
                          hasta mañana para la respuesta me parece 
                          totalmente inadecuado. Al menos, pensé, el tal 
                          César no había ahorrado letras ni machacado 
                          la ortografía comprimiendo palabras para ganar 
                          tiempo. Pero en el amor las formas son, han sido siempre 
                          y tienen que seguir siendo, fundamentales.
 
 Serena, 
                          que me miraba divertida, se encogió de hombros 
                          y me sonrió como diciendo ‘papá, 
                          es que no entiendes nada’. Y entonces comprendí 
                          que, en efecto, yo no entendía casi nada. A los 
                          trece años la vida es, todavía, un juego. 
                          Por lo menos en sociedades como la nuestra, donde los 
                          niños tienen garantizados los mínimos 
                          imprescindibles; porque hay muchos escenarios en el 
                          mundo donde la infancia es una trágica prueba 
                          de supervivencia. Aquí, por fortuna, la actividad 
                          básica de los niños es jugar y aprender. 
                          Pero aunque Serena y César jueguen a ser novios, 
                          caramba, tienen que aprender que ese juego, como todos, 
                          tiene unas reglas básicas, unos ciertos protocolos 
                          cuyo cumplimiento permite disfrutarlo más. Y 
                          aprender algunas cosas que les serán de gran 
                          utilidad dentro de pocos años, cuando, ya más 
                          metidos en la adolescencia, se enfrenten a ese riesgo 
                          apasionante que es el primer amor de verdad.
 
 El 
                          romanticismo, como el sentido del humor, hay que cultivarlo, 
                          aprender a emplearlo y valorarlo, desde muy temprano. 
                          Pero, ¿hasta qué punto resulta posible 
                          desarrollar una visión romántica de la 
                          vida en esta sociedad opulenta y hueca? Porque es cierto 
                          que nuestros hijos tienen asegurado el confort, incluso 
                          tal vez un exceso de confort. No les faltan alimentos, 
                          vestimentas, colegios, medicamentos, juguetes ni diversiones. 
                          Pero hay muy poco lugar para el romanticismo cuando 
                          todos los sentimientos están prefabricados y 
                          casi todas las situaciones previstas. Parece difícil 
                          que nuestros hijos lleguen a adquirir y desarrollar 
                          valores sentimentales cuando las metas sociales se reducen 
                          a consumir más, y hasta el ocio familiar transcurre 
                          en el interior de enormes centros comerciales que convierten 
                          a sus clientes en prisioneros identificando diversión 
                          con despilfarro.
 
 Tiene 
                          que ser muy difícil decirle te quiero 
                          a la chica que te gusta, cogerle la mano y pedirle que 
                          sea tu novia, en un sitio tan inhóspito como 
                          un MacDonald, un Burguer King o un Pizza Hat. Incluso 
                          algo tan elemental como hacer manitas o darse un beso 
                          furtivo en un cine debe complicarse mucho, cuando hay 
                          tantas palomitas de maíz, cocacolas u chucherías 
                          por medio. A ver, ¿en qué supermercado 
                          puedo comprar medio kilo de romanticismo para que Serena 
                          se lo meriende esta tarde y dé una respuesta 
                          cumplida a ese ultimátum sentimental que le llegó 
                          ayer, a través de mi teléfono móvil?
 
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