HISTORIAS
MÍNIMAS:
10. "Los que no iban
en los trenes". 15/3/2005
Era
lógico que todos los medios de comunicación
dedicasen grandes espacios a la conmemoración
del primer aniversario del 11-M. Se cumplía un
año del mayor acto de barbarie en España
desde el final de nuestra guerra civil. Pero tengo que
confesar que los informativos de radio y televisión
han llegado a abrumarme con la exhibición del
dolor de quienes perdieron a algún ser querido
a bordo de aquellos trenes que los terroristas escogieron
como absurdo objetivo para su absurda violencia.
La
asociación de víctimas pidieron y consiguieron
que las cadenas de televisión y los periódicos
no volvieran a publicar las imágenes más
duras, las escenas en que se veían muertos y
heridos, o los momentos de angustia y desesperación.
Era una petición lógica, de respeto por
la intimidad de las víctimas. Pero también
podían haber pedido que los periodistas dejáramos
en paz a los familiares de los caídos, con el
mismo argumento empleado para excusar su inasistencia
a los homenajes públicos. Sin embargo, algunos
accedieron a las peticiones de colegas míos,
permitiendo que se retratasen lugares y objetos de su
más dolorosa intimidad, prestándose incluso
a leer ante cámaras y micrófonos, con
voces inevitablemente quebradas, unas patéticas
cartas escritas a los ausentes. Lo hicieron, sin duda,
con intención de expresar su recuerdo constante,
la imposibilidad de olvidar a quienes las bombas les
arrebataron. Pero fueron exhibiciones de dolor innecesarias.
A ninguno nos hacía falta contemplarlas para
saber lo que esas familias sentían ante el aniversario
de la muerte de los suyos, que eran --que son-- también
los nuestros. Yo me sentí como un intruso, contemplando
algunos reportajes. Incluso me indigné, al ver
que se ponían músicas de fondo a esas
confesiones de angustia, como si se pretendiera realzar,
potenciar innecesariamente, esos sentimientos auténticos
para conmover a los espectadores de la realidad, de
una realidad terrible, no de una ficción cinematográfica.
Sin
embargo, han sido dos historias sencillas --mínimas--
las que más me han hecho recordar la confusión
de sentimientos, la turbación, el dolor que sentí
un año atrás. Una amiga, a la que quiero
mucho, me contaba que una vecina suya perdió
un hijo el 11-M. Esa misma mañana la estaban
operando de cataratas cuando llamaron al marido por
teléfono para darle la fatal noticia. Y el cirujano
le ordenó que no se lo comunicara a su mujer,
porque el llanto lágrimas y la congestión
pondrían en peligro el ojo operado. Aquella madre
tenía prohibidas las lágrimas, y no sé
que haría su esposo para ocultarle la tragedia.
Otra
historia es la de un muchacho que conocí el 12
de marzo, cuando estuve haciendo entrevistas (como segunda
unidad de Informe Semanal) en los hospitales donde
se atendía a las víctimas de los atentados.
El chaval estaba muy nervioso y repetía que él
debía haber estado en ese tren. Los
amigos con los que compartía el viaje a Madrid
cada mañana estaban gravemente heridos o muertos.
Y él se había salvado gracias a una indisposición
pasajera que le hizo faltar al trabajo el 11 de marzo.
Un año después, me entero de que aún
no ha conseguido superar el trauma de no haber muerto
junto a sus amigos.
Ese
extraño sentido de culpa por haberse
librado del destino, lo conozco de otras tragedias ya
sean individuales, como accidentes de tráfico,
o colectivas, como la destrucción de las Torres
gemelas de Nueva York. Trataron de explicármelo
algunos psiquiatras que he entrevistado, como Rojas
Marcos. Pero, más allá de las teorías
médicas, me parece un reflejo desesperado de
solidaridad con los que se han ido. Los que el 11M no
iban en los trenes de la muerte, los que no llegaron
a cogerlos como otros días, también son
de alguna manera víctimas del terror, paradójicamente,
porque no han muerto o no han sufrido heridas físicas.
Y no entienden que les digamos que tuvieron suerte.
Tienen razón: es imposible aceptar la injusticia
de aquellas 192 muertes y que seguir vivo resulte algo
casual. El dolor y la muerte no se pueden entender ni
explicar. Y mucho menos hacerlo delante de una cámara
de televisión.
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